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21/11/2025 Clarin.com - Nota
Patti Smith, bailando en la calle y en el cementerio Juan Cruz La cantante y poeta, autora de Éramos unos niños, empieza así el prólogo de su libro: “Yo estaba durmiendo cuando él murió”. Y motiva muchos recuerdos y evocaciones. Fidel Sclavo He conocido a más gente que la que abarca mi memoria. La primera vez que conocí a una persona para entrevistar yo era un muchacho de trece años que tenía que subirse a la silla sobre la que estaba el teléfono. El hombre era un militar veterano que entrenaba al equipo de mi pueblo, y yo le hice preguntas de pie. Él no me veía, por supuesto, pero me respondió como si me tuviera al lado. Fue, por otra parte, la primera vez que traté con una autoridad del ejército, que entonces era el ejército de Franco. Después vi a mucha gente, en mi pueblo y fuera de él. Recuerdo que cuando era todavía un cronista deportivo (algo que sigo siendo, por otra parte) entrevisté en el campo de juego a Pascual Calabuig, que era el más importante de los cronistas deportivos de Canarias, y entonces él me auguró el porvenir: “Serás periodista, pero olvídate del futbol”. No acertó con lo último, pero en lo primero ya era fácil considerar que yo estaba a punto de ser quien soy todavía, un periodista para todas las estaciones. Ya he contado aquí, me parece, que pronto conocí a Pablo Neruda, que era un hombre que reía con los ojos, fumando una pipa que no se le acababa nunca. Él estaba con su mujer, Matilde, a bordo del Cristóforo Colombo yengo a Valparaíso. Su destino, en ese momento, era quedarse en el barco en el que lo fui a buscar, porque según sus noticias la isla de Tenerife formaba parte de las posesiones de Franco, aquel hombre. “Estando Franco al mando, yo aquí no me bajo”. Yo iba acompañado de amigos, algunos de ellos periodistas, y entonces ya era lector de periódicos peninsulares. En uno de ellos, La Vanguardia, había visto como Neruda (y su mujer, Matilde, tan guapa) bajaba en el puerto de Barcelona para encontrarse (se veía en la foto) con Gabriel García Márquez, que aparecía riendo, como aquel matrimonio chileno, antes de adentrarse en la ciudad. Como sabía de esta circunstancia le dije a Neruda que, si bajó en Barcelona, donde también mandaba Franco, tenía que bajar en Tenerife, pues en todas partes mandaba ese hombre tan ruin, el más ruin del siglo XX en España. Neruda miró a Matilde, ésta le dijo que tenía que bajar, que yo tenía razón. A su ingreso en las luces de la ciudad, esperado por amigos isleños que habían sido corresponsales suyos de la época de la República, siguió una enorme fiesta que todos celebramos como si hubieran rejuvenecido hasta las alegrías de la juventud. Conocí a más gente, claro, es lo que tiene este oficio de inolvidable, conoces gente, como en los trenes y en los barcos, mucho menos en los aviones, la verdad. A Guillermo Cabrera Infante, por ejemplo, lo conocí en Londres, después de varios intentos, cuando él se estaba recuperando de un nervous breakdown que le sobrevino después de su escritura del guión de Bajo el volcán, la novela de su admirado (y el de tantos) Malcolm Lowry… En ese viaje europeo conocí a Julio Cortázar en la plaza mayor de Ámsterdam, y a José Miguel Ullán, y a Saúl Yurkievich, argentino fabuloso, y a Miguel Ángel Asturias… Y a Severo Sarduy, al que vi muchas veces, en París y en Canarias… La última vez que vi a Sarduy fui a su casa, en un empinado edificio de apartamentos al que él entró feliz, como si estuviera a punto de ser el hombre más feliz de la Tierra, pero… Cuando ingresamos a su casa chiquita él abrió un sobre que contenía, me dijo, el resultado de unos análisis importantes de los que él creía que iba a salir ileso. No, no salió ileso; tenía el sida. Aquella terrible amenaza que ya se había cobrado tantas muertes, y había acarreado tanta tristeza, le había tocado también a Severo Sarduy. Severo me miró estupefacto y empezó a llorar como si el mundo fuera de agua y de miseria. Traté por todos los medios que pude para que él recuperara la risa o al menos la palabra, pero fue imposible. Entonces llamé a Guillermo y a Miriam Gómez, aquel extraordinario matrimonio que tanto nos alegraba la vida siempre, para que le levantaran el ánimo o la esperanza a Severo Sarduy. Fue difícil, parecía imposible, pero en un momento determinado noté que aquel hombre lleno de lágrimas recuperaba la alegría de estar con otros. Ellos en Londres, él en aquel hogar de solitarios en el que habitaba en París. Entonces, una vez que habló con Guillermo y con Miriam, me dijo “¿qué tal si nos vamos a cenar?”. Nos fuimos. Desde aquel momento en que hizo mutismo como si cerrara para siempre una compuerta, Severo jamás volvió a hablar de aquel episodio que avisaba de su muerte. Me llamó, o yo lo llamé, algunas veces, pero jamás hizo alusión a la razón por la que de pronto dejó de sonar tu teléfono y por tanto su enorme alegría se diluye como lágrimas en la lluvia… Viví esa muerte, y tantas muertes, como si yo mismo me estuviera muriendo. Hasta hoy en día, cuando ya la cuesta abajo de la historia va diciendo que todo se achica, hasta la alegría. Y es curioso que pensando en todo esto, en una mañana sin sol de Madrid, llegó a mis manos un regalo que me llenó de memoria de otros momentos que tienen que ver a la vez con la vida y con la muerte. Con la alegría y con el descubrimiento del fin de las historias de otros que son, al fin, también las historias que nos conciernen. Y es que esta mañana de sábado en Madrid fui con una amiga a la librería Olavide que regentan dos grandes periodistas de Clarín, Raquel Garzón y Daniel Ulanovsky, y allí una amiga lectora (y escritora) me regaló un libro que yo no tenía de Patti Smith, cantante, poeta, autora de Éramos unos niños… Lo guardé en mi mochila, al tiempo que me vinieron a la memoria algunos episodios que ahora parecen de ayer, o de mañana, pero que tienen ya casi tantos años como los hechos de mi propia vida… Hace muchos años, pues, fui a ver en Nueva York a Peter Mayer, uno de los grandes editores del siglo XX. Él me invitó a vivir en su casa, y uno de aquellos días encontré en una esquina de la calle a una joven que bailaba sola, como si estuviera regalándole su alegría a la propia esquina. Me pareció un modo de ser de Nueva York. Por aquel entonces yo iba a Nueva York a ver a Susan Sontag, de quien fui editor, y también su amigo, como lo soy desde entonces de su hijo David Rieff… Susan Sontag, aquejada de severos males, murió en diciembre, en Nueva York, y fue enterrada más tarde en el cementerio de Montparnasse… Ese día había silencio y gente, y yo estaba allí, junto con el gran fotógrafo argentino Daniel Mordzinsky, que me llevaría también a ver el sitio donde yace Julio Cortázar. De pronto, como si saliera de un cuadro, apareció Patti Smith como bailando… Algún tiempo después, cerca de aquel lugar de Nueva York en el que había visto bailar a Patti Smith fui a despedirme de Peter Mayer, y estuvimos escuchando la música que más le inspiró en su juventud, las canciones de Chavela Vargas, que era como una Patti Smith de México… Peter puso en su tocadiscos aquellas canciones que lo llevaron tantas veces a seguir a aquella ranchera que terminó su vida siendo más famosa que nunca. Éramos unos niños se llama el libro que me han regalado. Empieza así su prólogo: “Yo estaba durmiendo cuando él murió”. Una frase que inventó Fernando Arrabal cuando creó el movimiento pánico dice así: “El porvenir actúa en golpes de teatro”. Así es la vida, un teatro que te habla al oído.
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