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17/11/2025 Clarin.com - Nota
Un reencuentro inesperado, 50 años después Rogelio Alaniz Periodista e historiador Como dice el poeta, nosotros los de entonces ya no somos los mismos. Mariano Vior El teniente coronel (RE) Osvaldo Izaguirre me llama por teléfono. No es la primera vez que hablo con un militar, pero es la primera vez que un militar me invita a almorzar a su casa. La cita es el viernes en la ciudad de Paraná. A mediodía. Me preocupo por ser puntual porque a los militares la puntualidad les gusta. Estaciono y él está en la vereda de su casa. Nos abrazamos. Un abrazo sobrio, pero consistente. Podríamos habernos dado la mano, pero preferimos el abrazo. Me invita a pasar a su casa. Me presenta a su esposa Kiki y a su hijo. Después almorzamos. Él y yo. Compartimos el pan y el vino. Y la tertulia que se prolonga hasta casi las cinco de la tarde. Medité acerca de este encuentro. Con el teniente coronel Izaguirre hacía cincuenta años que no nos veíamos. Medio siglo de ausencia. Este encuentro ocurrió un viernes de octubre de 2025; el primero, ocurrió un 24 de marzo de 1976. Entonces, Izaguirre, un subteniente de 22 o 23 años, propició la visita al frente de seis o siete militares armados decididos a meterme entre rejas. Entraron en casa sin otro permiso que dictaba una orden militar y se fueron con la consigna de misión cumplida. En la ocasión intercambiamos palabras. Él habló de militares asesinados sin compasión por la subversión; yo hablé de la prepotencia de militares que desde 1930 se atribuyeron ser la reserva moral de la nación y decidir quién gobierna y quién no gobierna. Eso fue todo. O casi todo. Cuando los militares entraron a mi casa, yo intenté escapar por los techos. Él ahora me pregunta por qué tomé semejante decisión. Y le respondo que el ingreso de una patrulla armada a tu casa te pone por lo menos nervioso. Izaguirre me mira a los ojos y dice: “Pude haberte matado. Agradezco a Dios y a la Virgen que se trabó el arma. Y lo agradezco porque esa muerte no me la hubiera perdonado nunca”. Lo dice con sobriedad. Este detalle no lo conocía. Siempre creí que esa mañana perdí la libertad, pero hasta este almuerzo de 2025 nunca supe que mi vida estuvo en peligro. Izaguirre me mostró la pistola. Estaba apoyada en la mesa. Pensé en la pulcritud y la elegante tensión de un animal en reposo. Se me ocurrió pensar que fue esa pistola la que decidió que yo siguiera viviendo. Izaguirre apretó el gatillo pero la bala no salió. Hubo una explicación acerca de los seguros y las trabas, pero a mí me gusta pensar en la idea de que esa pistola consideró que no era necesario matar. Y desobedeció al dedo y a la mano que dieron la orden. Supongamos que yo tuve el coraje de perdonar, pero él tuvo el coraje de propiciar ese perdón cincuenta años después. Y, como corresponde a un hombre de honor, solo para rendir cuenta a su conciencia. Ese coraje vale más que el dudoso coraje de entrar armado a una casa de estudiantes. Volvemos al instante en que nos abrazamos. Un vecino mira distraído la escena. No sabe ni tiene por qué saber que esos dos hombres que se abrazan como amigos hace cincuenta años fueron enemigos y uno en algún momento tuvo la tentación de matar al otro. Las vueltas de la vida. El hombre que había entrado en mi casa armado y sin permiso, ahora abría la puerta de su casa, la casa de su esposa y de sus hijos. Yo perdí la libertad en 1976, y en 2025 ingresaba a la casa del hombre que me la había quitado. Antes se impuso la violencia; ahora la hospitalidad. Antes, él había ingresado con un fusil y una pistola; ahora, yo ingresaba a su hogar con una botella de vino y un libro. Él no fue mi invitado en 1976; pero yo fui su invitado en 2025. En 2025 su esposa Kiki me saludó con ternura. Ternura en la voz y en los ojos. En 1976, Estela, mi mujer, según sus propias palabras, “me puteó en voz baja dos veces”. Respondí que no se lo tome a pecho porque a lo largo de los años a mi me puteó muchas veces más. Y, no olvidar: “Estela raramente puteaba, pero cuando lo hacía siempre tenía razón. Conmigo, y también con vos”. Nos reímos. Otro detalle conviene tener presente: esta reconciliación con dos copas de vino de por medio, ocurrió porque Izaguirre lo propuso. Él hizo las gestiones para hablar conmigo. Y yo acepté. Supongamos que yo tuve el coraje de perdonar o, para ser más preciso, de comprender; pero él tuvo el coraje de propiciar ese perdón o habilitar esa comprensión. Y la única orden que cumplió esta vez fue la de su conciencia. Ese coraje vale más que el dudoso coraje de entrar armado a una casa de estudiantes. ¿Qué pasó? Pasaron cincuenta años. Como dice el poeta, nosotros los de entonces ya no somos los mismos. ¿Será tan así? Más o menos. Yo no soy el izquierdista de 1976, pero creo en una sociedad más justa y más libre; él no es el militar golpista y reprueba torturas, vuelos de la muerte y militares encapuchados ansiosos por obtener botines de guerra. Los ojos de la crítica contemplan aquellos años de plomo, pero Izaguirre se siente militar. Basta escucharlo hablar, observar sus movimientos, sus gestos, para saber qué es y será un militar hasta el fin de sus días. Supongo que en 1976 todo nos separaba. Él militar y yo estudiante; él uniformado y yo civil; él creyente y yo agnóstico; él conservador y yo izquierdista. Todo nos separaba y sin embargo ahora compartimos el vino. Todo nos separaba entonces, pero es muy probable que con el paso de los años hayamos entendido por los caminos más diversos y extraños que a los hombres los une su condición humana. Son las búsquedas, los interrogantes, el hábito de pensar incluso “en contra de uno mismo”, las heridas que nos infligen los años, las amargas decepciones y la persistencia, a pesar de todo, en mantenerse leal a un puñado de convicciones sin las cuales la vida carecería de sentido.
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