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12/11/2025 BaeNegocios.com - Nota
El cerebro necesita moverse: la huella verde de nuestra evolución Ignacio Brusco Hace unos siete millones de años, el ser humano se separó de sus parientes más próximos, chimpancés, bonobos, orangutanes y gorilas, iniciando un camino evolutivo que no solo transformó su cuerpo, sino también su cerebro. La bipedestación y el desplazamiento constante fueron mucho más que una estrategia de supervivencia: marcaron el inicio de una necesidad biológica de movimiento que continúa grabada en nuestros genes. Caminar largas distancias permitió al Homo sapiens explorar, cazar, recolectar y cooperar. Esa conducta nómade, combinada con una dieta omnívora y socialización intensa, impulsó el crecimiento cerebral y la complejidad cognitiva. El equilibrio energético entre gasto físico y alimentación rica en proteínas animales favoreció la expansión del volumen encefálico , especialmente en las áreas frontales y parietales, donde se gestan la planificación motora, la empatía y la cooperación. El antropólogo Herman Pontzer, del Hunter College de Nueva York, lo demostró estudiando a la tribu hazda de Tanzania, uno de los últimos grupos cazadores-recolectores. Sorprendentemente, sus integrantes gastan la misma cantidad de energía que un habitante urbano sedentario. El cuerpo humano, producto de la selección evolutiva, ha mantenido un metabolismo calibrado para el movimiento: caminar no es un lujo moderno, sino una condición de equilibrio cerebral y corporal. La actividad muscular no solo gasta energía: produce factores neurotróficos como el BDNF (Brain-Derived Neurotrophic Factor), que estimulan la plasticidad y el crecimiento neuronal. Diversos estudios han demostrado que el ejercicio aeróbico aumenta el tamaño del hipocampo, la región asociada con la memoria y el aprendizaje, y que el simple hecho de estar de pie o desplazarse activa redes cerebrales de atención y regulación emocional. A la vez, el movimiento fue modelando nuestra estructura social. Cazar implicaba coordinar acciones, comunicarse, anticipar trayectorias y compartir la recompensa. El cerebro humano evolucionó caminando en grupo, desarrollando un sentido moral y empático que cimentó la cooperación. Somos, en esencia, una especie caminante y gregaria. Vida sedentaria Sin embargo, la vida moderna ha interrumpido ese legado. La urbanización, el sedentarismo y la falta de contacto con la naturaleza están erosionando una parte esencial de nuestra fisiología . El confinamiento durante la pandemia mostró de modo crudo esa carencia: la falta de espacio y de movimiento afectó la salud física, mental y relacional, especialmente en quienes vivían en entornos Los avances en neuroimagen de los últimos años confirman que el entorno físico modula la estructura y el funcionamiento del cerebro. En 2025, Qingyang Li, Sarah Whittle y Divyangana Rakesh, investigadores del King's College London y la University of Melbourne, publicaron un estudio longitudinal con más de 7 000 niños de 9-10 años. Analizaron mediante resonancia magnética cómo la exposición residencial a espacios verdes influía en el desarrollo cerebral y el rendimiento cognitivo durante dos años de seguimiento. Muchos estudios muestran que relajan la atención "dirigida" (activa), para fortalecer la atención de fluidez que es la atención "involuntaria" ósea de reposo. Los resultados fueron contundentes: los niños que vivían en zonas con mayor cantidad de vegetación mostraron una mayor superficie y volumen cortical, especialmente en regiones asociadas con la atención y la regulación emocional. Estos cambios estructurales mediaron, a su vez, mejores indicadores de salud mental y desempeño académico. Crecer cerca de la naturaleza literalmente cambia la forma del cerebro. Este hallazgo complementa lo observado en adultos: la exposición frecuente a parques, bosques o jardines se asocia con menor riesgo de ansiedad, depresión y demencia, así como con una mayor conectividad funcional entre regiones frontales y límbicas. El entorno verde actúa como un modulador neurobiológico del estrés, probablemente a través de la reducción de cortisol y la activación del sistema parasimpático. La naturaleza no es un paisaje: es una terapia ancestral. El cerebro humano está diseñado para interactuar con el espacio. Las neuronas del lóbulo parietal no solo responden al tacto, sino también a la proximidad de objetos y cuerpos, generando una representación dinámica del espacio peripersonal. En ambientes abiertos y naturales, esa red parietal se expande y sincroniza con los sistemas visuales y motores, promoviendo una sensación de control, calma y exploración. Durante la pandemia, el aislamiento en departamentos y la reducción del movimiento afectaron esa red espacial, provocando irritabilidad, conflictos y sensación de encierro. El cerebro necesita espacio para planificar, orientarse y moverse. Por eso, la falta de contacto con el exterior deteriora tanto la función cognitiva como la emocional. El neuroarqueólogo Dietrich Stout, de la Universidad de Emory, propuso que el manejo espacial, la capacidad de usar herramientas y orientarse, contribuyó al desarrollo del lóbulo parietal, que integra la percepción visual y el control de las manos. Caminar y manipular el entorno fueron actos fundacionales de la inteligencia humana. Activando redes Caminar, moverse o simplemente mirar el horizonte son actos neurológicos complejos. Activan redes sensoriomotoras, límbicas y prefrontales, reorganizando continuamente la percepción del entorno y del propio cuerpo. En el movimiento, el cerebro se sincroniza con el mundo. La quietud prolongada, en cambio, reduce la plasticidad sináptica y la capacidad de regulación emocional. En este sentido, los espacios verdes urbanos no son solo una cuestión estética o ecológica: son infraestructura cognitiva. Permiten que la actividad física y la estimulación sensorial actúen como mecanismos naturales de restauración cerebral. Las ciudades que integran parques, veredas arboladas y corredores naturales no solo promueven bienestar físico, sino que protegen la salud mental colectiva. Nuestros ancestros caminaban más de diez mil pasos diarios. Hoy, la mayoría apenas alcanza un tercio de esa cifra. Esa distancia perdida no es solo física: es también neuronal y emocional. La epidemia de sedentarismo altera la homeostasis metabólica y reduce la producción de factores neuroprotectores. Como especie, nos construimos caminando y nos deterioramos inmóviles. Reintegrar el movimiento y el contacto con la naturaleza no implica volver al pasado, sino reconectar con la base evolutiva de nuestro bienestar. Las políticas urbanas y de salud pública deberían entender que un parque cercano puede tener el mismo impacto que un fármaco preventivo: reduce la presión arterial, mejora la cognición y fortalece la salud mental y la fluidez. Caminar por un entorno verde, respirar aire natural, mirar un árbol o escuchar el agua son estímulos que despiertan los mismos circuitos de atención y recompensa que alguna vez nos permitieron sobrevivir en la sabana africana. Cada paseo reactiva un diálogo entre nuestro cerebro ancestral y el mundo actual.
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