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07/11/2025 Clarin.com - Nota

Las luces de Brindisi
Juan Cruz
Es difícil imaginar un mundo como el que vivió Theodor Kallifatides, la guerra civil en su país y el horror de Hitler. Y resulta que eso que parece imposible de nuevo justamente ahora es la sombra que asusta.

Fidel Sclavo
La primera vez que vine a Estocolmo le iban a entregar a Gabriel García Márquez el premio Nobel de Literatura de 1982. Era una enorme fiesta latinoamericana a la que se sumaron muchos hispanos de todas partes. A mí me tocó cubrir la información de aquel extraordinario evento para el diario El País.
Ahora he vuelto, a tener un encuentro literario, en el Instituto Cervantes, con un escritor emocionante, Theodor Kallifatides, griego de nacimiento y de vida, desde sus veinticinco años habitante de Suecia, autor de una novela, Otra vida por vivir (Galaxia Gutenberg), que es como un abrazo a su lengua, el griego, y a la vida, su vida que tiene tanto de Grecia como de Suecia y del mundo.
Aquel primer viaje a Estocolmo, en pos de Gabo, fue un acontecimiento lleno de alegrías en el que se sucedieron bailes y risas, como si todo el mundo fuera pariente del autor de Cien años de soledad... Gabo iba vestido, casi todos los días, de las ropas de Colombia, como si el premio no fuera sólo para él sino, sobre todo, para los suyos, sus amigos, escritores, músicos, gente que lo seguía desde que él era un muchacho que ya se había ido de su lugar más transparente, Aracataca. Años después yo mismo fui a Aracataca. Allí le pregunté a un viejo amigo de Gabo, Nelson Noches, que había sido el alcalde del pueblo, desde cuándo no había visto a aquel legendario vecino. Nelson no dudó un instante. Me dijo: “Anoche estuvo aquí jugando a las cartas conmigo…”.
En cuanto a la fiesta del Nobel, cubrí el evento con la pasión que me ayudó a ser siempre periodista, hasta ahora mismo. Hice crónicas, entrevistas, pasé noches maravillosas y momentos emocionantes, como ocurriría años después, cuando un colega de Gabo, Mario Vargas Llosa, recibió parabienes parecidos, alegrías familiares, e incluso llantos llenos de añoranza, en la entrega del mismo galardón.
(Es curioso que a los dos, al colombiano y al peruano, los acompañaron parrandas, mientras que al Nobel español de aquellos tiempos, Camilo José Cela, lo celebraron periodistas empeñados en pensar que otro periodista, este que ahora está rememorando, estaba allí para aguarle la fiesta al autor de La colmena. Pero eso, como decía la peluquera de mi barrio, es ya otro cantar).
Así pues, viví también, cuando el siglo se estaba rompiendo, el premio a Cela, que fue muy complejo, difícil, porque entonces don Camilo estaba desbaratando sus relaciones con la familia que tuvo e incluso con los amigos que había tenido. Así que aquellos días fueron muy difíciles, para el periodismo y para la amistad. Pero el de don Camilo es otra historia que ahora desbarataría la esencia de lo que ahora voy a contar.
Y es que, cuando acabaron los fastos dedicados a Gabriel García Márquez, el Nobel de 1982, debíamos empacar para irnos mi mujer, Pilar García Padilla, periodista como yo, que trabajaba para Radio Nacional de España en las mismas zonas en que yo hacía mi tarea, la cultura, la literatura. Como había algo de tiempo, y yo mismo tenía una entrevista al día siguiente con el entonces primer ministro sueco Olof Palme, decidí buscar en la guía telefónica (entonces había guía telefónica) el nombre y los apellidos de un amigo sueco al que yo había conocido junto a mi casa en el Puerto de la Cruz, en Tenerife. Por mucho que lo busqué en mi memoria, fue imposible de pronto hallarlo, ni en la guía ni en el recuerdo. Hasta que me rendí y decidí bajar al quiosco de prensa que había debajo del hotel donde nos alojábamos.
Fue la solución al embrollo y jamás olvido la naturaleza de las coincidencias que me ayudaron a reencontrar a los amigos suecos. Resulta que ellos habían venido a Tenerife en la época en que la isla (las islas) eran el destino de extranjeros que no había sido aun atraídos por la vida nocturna sino por la naturaleza de los montes y de las playas. El jefe de aquella familia era un pintor cuya mujer (de la que luego se separó) era escritora. Venían con una hija, Tamara, que luego sería pintora, y junto a nuestra casa, donde vivieron, la mujer (Anna de Laval) tuvo a su hijo, el del nombre que no me venía a la memoria aquel día en que me empeñé en buscarlo hasta que bajé al quiosco para distraerme.
Y nada más bajar a ese abrevadero de noticias que entonces eran todavía los quioscos hallé la respuesta a la incertidumbre. Entonces se dirimían las olimpiadas, y uno de los grandes protagonistas era un atleta inglés que se llamaba Sebastian. Ese era precisamente el nombre de mi amigo sueco de la infancia, cuyo padre lo llamó siempre Gofio, un nombre que la iglesia obligatoria de entonces no permitía de ninguna manera. Y Gofio es, realmente, una palabra bendita, porque alude al alimento que comemos los canarios para desayunar, o para cualquier cosa…
Así que con esa información regresé a la habitación del hotel, donde me aguardaba Pilar y donde me vino la solución de mi pesquisa. Llamé desde el teléfono fijo de entonces, esperé la respuesta y esta llegó en la voz de aquel muchacho al que estaba buscando, ya una persona tan mayor como yo precisamente.
Le dije, a quien me respondía al teléfono, que yo era una persona de las islas Canarias que buscaba a un amigo al que había conocido en las respectivas infancias y cuyo nombre era Gofio… “Gofio is me”, dijo en seguida aquel hombre con el que luego viví algunas horas muy gratas en las calles de Estocolmo.
Estuve esa noche reviviendo andanzas de otros tiempos y los hermamos, Tamara y Gofio, organizaron un agasajo para el día siguiente. Les fallé: al día siguiente se adelantó la entrevista con Olof Palme, entonces primer ministro de su país. Fue, por cierto, un encuentro extraordinario este con aquel socialdemócrata verdaderamente socialista, que me recibió en su despacho como si fuera un pariente o un amigo de otros mundos.
Años después volví a tener la oportunidad de encontrarme en Estocolmo con los padres de Tamara y de Gofio, que ya murieron, y sigo escribiéndome con la pintora, que además habla un español perfecto y sigue siendo como aquella chica que está en la foto que su padre nos hizo, de muy pequeños, a los que compartimos el barrio en el que nos hicimos.
Años después se me ocurrió escribir un libro, La foto de los suecos, que se basa en todas estas andanzas que vengo contando aquí, y que ahora rememoro porque estoy de nuevo en Estocolmo, esta vez solo, sentado ante una máquina de escribir en la que quisiera ahora recoger no solo este recuerdo que tiene que ver con mi familia, con mis amigos suecos y con mi barrio, sino también con lo que siempre me viene a la memoria cuando del pasado recojo lo inolvidable.
En este caso lo inolvidable es también algo que les ocurrió a Jorge Semprún y a Juan Cueto, el escritor, el periodista, cuando coincidieron en Italia, tratando de hacer ambos un trabajo sobre los que huían de la miseria en Albania y se atrevían a llegar hasta Brindisi, la bella costa italiana, para ser expulsados de nuevo y reintegrarse a la pobreza de su lugar de origen.
Semprún le escuchó decir a uno de aquellos chicos, a punto de ser expulsado de Italia: “No importa. Ya he podido ver las luces de Brindisi”. Me parece que toda mi vida, en Suecia, en México, en Barcelona, en Italia, en Portugal, en Buenos Aires y en mi propia calle, yo siempre he estado buscando aquella luz que los suecos trajeron a mi vida de niño y que ahora rememoro nada más llegar a Estocolmo, donde hace tantos años reencontré a Gofio, a Tamara, a su familia y a la inolvidable foto de los suecos.
Mientras hablaba Kallifatides ante un público emocionado con el relato de su vida, y de la actualidad del mundo, me fijé en los rostros, de los suecos, de los españoles, de los latinoamericanos, que llenaban la sala del Cervantes. Es difícil imaginar un mundo como el que él vivió, en medio de la guerra civil de su país, en la experiencia de haber sufrido el horror de Hitler… Y resulta que eso que parece imposible de nuevo justamente ahora es la sombra que asusta.


#38752502   Modificada: 07/11/2025 18:47 Cotización de la nota: $2.070.394
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