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07/11/2025 Clarin.com - Nota

Truenos en la sala: el cine de Mikio Naruse
Matías Serra Bradford
Una mirada retrospectiva a dos ciclos de películas del gran cineasta japonés. Tuvieron lugar en Buenos Aires, en la Sala Leopoldo Lugones y en el museo Malba.

Escena de un film de Naruse.
El novelista Junichiro Tanizaki era muy japonés para algunas cosas y muy poco para otras. En su secreto ensayo sobre la maestría –“una forma del hechizo”– se dedica a dar ejemplos del teatro, pero ninguno del cine de su país, aunque sí del de otros. (Con atenuantes: a Chaplin lo ve como a un atento calculador, frío y racional: “Admiro su inteligencia, pero me parece una persona en la que no se puede confiar”). Es fácil identificarse con el método de Tanizaki, que asistía a un espectáculo para disfrutar de la destreza de un intérprete dilecto sin prestar tanta atención a tema o trama. Hace un tiempo, acá unos cuantos pudimos apreciar las profusas instancias de maestría de las películas, actores y actrices de Mikio Naruse , gracias a la Sala Lugones y al museo Malba.
Ante la dificultad de registrar la experiencia de retrospectivas semejantes, uno apenas atina a garabatear ráfagas de detalles recolectados con la ilusión de que la memoria y su fetichismo monten una película paralela. El trueque de butacas justo al principio de cada film –la comedia coreográfica que provocan los que entran tarde a la sala y obturan la visión de los de atrás, causando un dominó de mudanzas– encabalgó a la perfección con la pantomima de asientos en Hideko, la cobradora de autobús (1941), de todos vacíos a todos ocupados.
Originado en una novela de Masuji Ibuse , lo último que se pensaría –frente al simple milagro de provocar risa casi un siglo después, en la otra punta del mundo, con un film realizado durante la guerra– es que se trata de una adaptación. Un camino solitario y montañas de fondo. El polvo y la alta temperatura camuflan el esmero visual. Un programa de radio les da la idea al chofer y a la cobradora de hacer esta de guía durante el viaje. Le piden ayuda con el texto a un escritor de Tokio. Este lo hace gratis porque ellos le encontraron y devolvieron una libreta que olvidó en el ómnibus. En un café que es una casa el escritor se rasca los pies descalzos. A la cobradora, el escritor le enseña a memorizar lo leído, a entonarlo. Sube un ciego. Chofer y cobradora –ahora guía titulada– se sonríen, como si no sirviera que ella describa la vista (y es cuando más urge). Al enterarse por teléfono de un accidente con el autobús, el jefe de la empresa de transporte le pide al chofer que rompa el parabrisas y el motor para cobrar el seguro.
En La llegada del otoño (1960) un niño recién mudado a Tokio juega al baseball con otros. Vértigo visual: una pelota arrojada en una trayectoria intachablemente horizontal. Tráfico y calor. Hideo trajo un escarabajo a la capital y vive en lo de unos tíos en cuya verdulería hace los repartos. Su madre trabaja en un hotel; un hombre que vende perlas la seduce. Granulado Tokio de noche, en blanco y negro, los faroles copos de nieve. Una nena dos años menor se enamora de Hideo. Quiere incorporarlo a su familia. Se lo niegan. Se escapan al mar. Sublime plano de los dos haciendo equilibrio de la mano, cada uno en una vía del tren. Después de varios intentos de encontrar un escarabajo (el original había desaparecido) Hideo pesca uno de casualidad entre las manzanas de otra verdulería. Como se lo había prometido a la nena –lo necesitaba para el colegio– corre a llevárselo, en una secuencia que anticipa el glorioso final de Los 400 golpes de Truffaut. La familia de la chica se mudó. Hideo vuelve con el escarabajo al mirador en el que estuvo con ella. Guión natural, película incorregible, de las más bellas de la historia del cine.
En Nubes flotantes (1955), adaptación de una novela de Fumiko Hayashi, Hideko Takamine actúa un vasto abanico de gestos, emociones y rostros, todos creíbles. Se frota las manos suavemente cuando habla; inclina las rodillas levemente hacia adelante. Flashbacks a su relación en Indochina con un encargado de bosques. Este le enseña un poema. Hablan de morir juntos en las montañas. De noche se encienden velas. Él –fotogénico, viril– tira dos dados mientras bebe y habla. Calles en pendiente, desniveles, escaleras. Ella le dice que leyó Bel ami en Hanoi y que lo hizo pensar en él. Dos que caminan solos y conversan (constante en Naruse). Se trasladan en dos barcos –dos tramos– a una isla. Una película que es una vida y atraviesa un blanco de niebla de tiempo. El dramatismo de Naruse arrima una certeza obvia, amarga, soberbiamente escenificada: tras tantas idas y vueltas en una relación, uno no sabe qué siente hasta que el otro muere. Es el precio que exige un diluvio para soltar una verdad.
Crisantemos tardíos (1954) enmarca dinero e infidelidad, la bebida y el cigarrillo. La protagonista le dice a un ex amante que sobrevivió a la guerra por un amuleto que él le dio. Otra vez, la incidencia del pasado en el presente. Naruse va desorientando la expectativa del final (cierra con una lluvia una vez más). Un film con dos finales en otra película muy unitaria del director, con repeticiones y ritornelli dentro y entre ellas.
Como una bofetada zen, Lluvia repentina (1956) patenta otra obviedad –la ausencia de sillas en Japón– mientras los objetos quedan solos en el cuadro: paraguas, carta. Vida conyugal, tanta más expresividad en las mujeres y una imborrable escena que es más una solución que un desenlace: el matrimonio paletea con las manos el globo que se les escapó a las vecinitas. La consistencia del film lo cubre de una cualidad alucinatoria que termina de revelar toda su fuerza una vez finalizada la proyección.
En Cuando una mujer sube la escalera (1960) Takamine trabaja en un bar y se ve más bella en medio de preciosos planos de figuras (más difíciles de hacer que magníficos planos de paisajes). La cámara está siempre un poco más abajo (no se ubica exactamente frontal al actor), pero no tan baja como en los films de Ozu. Ping-pong de planos de interior, pero sin movimientos de cámara. Varias teteras, algunas desproporcionadas. El préstamo de dinero va y viene en la película. Una vidente le lee la fortuna mirándola a los ojos con una vela que mueve lateralmente, y con cartas. (La troupe de Naruse: otro acotado mazo de naipes; cada uno muy metido en su papel). Ella esconde su libreta con un lápiz dentro ante la llegada de una visita. (¿Llevaba un diario y el film no lo explicitó? ¿de allí provenía la circunstancial voz en off?). Un niño en triciclo gira alrededor de dos mujeres en un descampado, llevando a otro atrás arrastrando dos latas con un piolín. El que maneja es demasiado grande para seguir arriba de un triciclo pero quizá Naruse nos está diciendo que no es tan fácil para sus padres comprarle una bicicleta. El reencuentro de Takamine con su pareja de Nubes flotantes , como si vinieran queriéndose desde la otra película. Escenas finales que no se pueden contar.
De 1962, A Wanderer’s Notebook –la voz en off son los apuntes de la autora del libro original, Fumiko Hayashi– confirma que las mujeres de Naruse –los varones tienden a ser libidinosos o pavotes– actúan como si no las estuvieran filmando. (¿La llave de su maestría?). La protagonista visita una librería. La amiga le dice que no puede pasar por una librería sin entrar. Compró un libro de poesía. "Tuve más libros, pero los tuve que vender". Dice que sus favoritos son Heine, Whitman y Pushkin. Su manera de hacer una pausa en la escritura; su manera de tapar el tintero. Otra amiga le dice que era bella cuando estaba escribiendo en su mesa. Va contando cosas de su pasado (estuvo en siete colegios). Con el vecino de pensión hablan de cómo el trabajo les afectó las manos y las uñas.
Los chismosos en las películas de Naruse. Siempre hay alguien interrumpiendo, irrumpiendo en una pieza. Cada tanto se oye un tren. Dice que si se volviera a casar, nunca lo haría con un escritor. Un colega dijo que los poemas de ella eran como un tacho que uno revuelve y vuelca. Ella dijo que no puede escribir "una historia falsa". Otra dice: "Cuanto más alta la montaña, más fuerte el viento". Al final su libro se publica y se presenta. El que la maltrataba lo elogia. Ella dice que quiere escribir otro, para que no crean que es escritora de un solo libro, y porque ella no es ese solo libro, no está toda ella ahí. En la anteúltima escena reaparece el gordito pícaro -figura infaltable de Naruse- que la estaba ayudando. Ella está en una casa grande con jardín, con un marido que la cuida. Dice que está criando azaleas.
En su última obra, Nubes dispersas (1967), es gráfico el modo en que el marido sostiene un vaso con dos manos; luego una mano agarra el antebrazo opuesto. La esposa le sirve cerveza a él y él a ella. Detalles astutos de memorabilidad en un film de una potencia inédita. Por detrás, la indecisión como motor de sus guiones. Una pareja sale en bote por el Lago Towada. Como ella tiene fiebre, regresan a la orilla. Se larga la lluvia. Los dos bajo un solo paraguas; uno cubre al otro; espléndida comedia brevísima, al igual que la de la polilla que nada en la sopa sin avanzar.
La fenomenología de Mikio Naruse toca la cima de un cine puro gracias a un simple corte de luz causado por una tormenta. La música aporta ambivalencia en el ánimo, en el arco tensado de una película suya, sus idas y vueltas (literales, con tantos traslados). Más silencio en este film que en ningún otro. Tantas cosas necesitan de una cierta clase de silencio para volverse creíbles.


#38750767   Modificada: 07/11/2025 18:32 Cotización de la nota: $2.070.394
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