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06/11/2025 BaeNegocios.com - Nota

Codicia, moral e individualidad en nuestro cerebro
Ignacio Brusco


La codicia , explica la neurociencia, e s una conducta de deseo irrefrenable por el poder, el dinero o los bienes materiales. Tiene su raíz en los mismos circuitos cerebrales que regulan la recompensa y la adicción , activando estructuras como el estriado ventral y las áreas septales, donde se libera dopamina cada vez que se obtiene lo deseado.
En otras palabras, la acumulación no es solo un acto económico: es una forma de placer químico. Dinero y poder lo generan también.
Oxfam, una organización internacional que investiga la desigualdad global, señala que el 1 % más rico del mundo posee casi la mitad de la riqueza mundial, evidenciando una creciente concentración del poder económico.
El dato, tan brutal como real, no solo habla de economía: es una radiografía moral y neurobiológica del tiempo que habitamos. El cerebro humano, esa compleja red que articula deseo, empatía y control, parece debatirse entre la cooperación que nos permitió sobrevivir como especie y la codicia que amenaza con fracturar nuestras sociedades.
Cuando el poder apaga la empatía
El problema, sin embargo, es que el poder tiende a distorsionar la percepción moral. Estudios de la Universidad de California y de la Universidad de Lausana muestran que las personas con mayor poder suelen actuar con menos empatía y más riesgo.
Adam Galinsky, de la Universidad de Columbia, lo compara con un acelerador sin freno: impulsa la acción, pero si no se regula, lleva al exceso y al abuso. A largo plazo, el poder modifica incluso los niveles de testosterona y serotonina, reduciendo la sensibilidad a las normas sociales.

En el plano social, estos procesos se reflejan en un fenómeno creciente: la asimetría entre quienes tienen y quienes no . Esta brecha no es solo una injusticia económica, sino también una expresión de desequilibrios cognitivos y culturales que atraviesan a toda la especie.

Las investigaciones neurobiológicas permiten comprender que la empatía y la cooperación no son invenciones morales, sino funciones cerebrales profundas. Experimentos con monos capuchinos demostraron que rechazan un trozo de pepino si observan que otro recibe una uva por el mismo trabajo: un acto de rebelión ante la desigualdad.
Los bonobos, por su parte, cooperan incluso con individuos de otros grupos, comparten alimentos y ayudan a quienes no poseen información. Su conducta sugiere que la justicia y la solidaridad tienen raíces evolutivas que compartimos con ellos.

La huella cerebral de la conciencia
En los humanos, estas conductas están mediadas por regiones como la corteza prefrontal ventromedial, que regula el juicio moral y la empatía. Cuando esta región se altera , ya sea por un trastorno o por la anestesia del poder, la capacidad de ponerse en el lugar del otro disminuye. De allí la afinidad entre la codicia y el narcisismo: dos expresiones de una empatía debilitada.

Pero el cerebro humano no es solo egoísmo. La cooperación, el altruismo y el sentido de justicia forman parte de la misma arquitectura neuronal. Robert Sapolsky, biólogo de Stanford, señala que cuanto mayor es el tamaño cerebral de una especie, mayor es su capacidad para formar sociedades complejas. El ser humano, con su cerebro de 1.400 gramos, fue capaz de crear cultura, lenguaje y tecnología, pero también de usarlos para someter o manipular. Esa dualidad es el precio de la conciencia.

En ese marco, la individualidad cobra un papel central. Cada cerebro es único. Como mostró el Proyecto Conectoma Humano, no existen dos patrones de conexión idénticos: cada persona tiene una “huella cerebral” que refleja su historia genética y social.
Esa singularidad —producto del genoma, la experiencia y la cultura— explica por qué no hay respuestas universales ante la injusticia: lo que para uno es intolerable, para otro puede ser indiferente. Sin embargo, comprender nuestras diferencias no debería alejarnos de un principio común: la búsqueda del equilibrio entre el yo y el nosotros.
Reconectar la empatía

Arthur Schopenhauer decía que “nadie puede salir de su individualidad”, pero la ciencia moderna añade que esa individualidad está entrelazada con la intersubjetividad. Nuestros cerebros no funcionan aislados: sincronizan sus ritmos, comparten emociones y se modifican mutuamente en la interacción. Por eso, l a desigualdad no es solo un problema político: también es una forma de desconexión neuronal colectiva. Cuando una sociedad naturaliza la codicia, apaga los circuitos de la empatía.

El desafío, entonces, es encontrar una ética del límite. Comprender que la cooperación no es debilidad sino estrategia evolutiva . Que la justicia no es una abstracción moral, sino una necesidad biológica. Que la codicia, aunque tentadora, puede destruir los mismos vínculos que hicieron posible nuestra supervivencia.
Quizá el mayor peligro de nuestro tiempo no sea el egoísmo individual, sino su organización global: un sistema que convierte el deseo en consumo y el consumo en identidad. En ese contexto, recordar la advertencia de
Oxfam no es solo una denuncia: es un llamado a reequilibrar la neurobiología social de la humanidad.
El 1 % más rico puede acumular cifras astronómicas, pero la verdadera riqueza sigue estando en los vínculos que sostienen a las mayorías. Comprenderlo, desde la neurociencia, la filosofía o la ética, es el primer paso para volver a conectar el cerebro con la conciencia del otro.


#38602708   Modificada: 06/11/2025 18:03 Cotización de la nota: $375.432
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