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21/10/2025 Ambito.com - Home
Una obra sobre los vínculos, las herencias y las narraciones familiares Carolina Liponetzky “El teatro sigue siendo una fiesta: un lugar de encuentro, de amor, de resistencia, de potencia, de cuerpos. En un contexto donde todo empuja hacia el aislamiento y la velocidad, el individualismo, la meritocracia, el teatro propone lo contrario: detenerse, mirar al otro, construir algo en común. Hay un otro y eso, hoy, es profundamente subversivo”, dice Alejandra Endler, autora y directora de “Qué hacer con todas estas cosas”. La obra cuenta con actuaciones de Lisa Caligaris y Martín Elías Costa y puede verse los miércoles a las 21 en El grito. Explora los vínculos familiares, los restos materiales y las versiones heredadas que se entrelazan en un espacio de montaje vivo, donde el espectador ocupa el lugar de la cámara y es testigo de un intento por narrarse desde los escombros. Conversamos con Endler. Periodista: ¿Cómo apareció el germen de la historia con una mujer que decide filmar el documental sobre su vida? Alejandra Endler: La idea del proyecto nació cuando leí Barbara Loden, de Nathalie Léger. Me interesó esa mezcla de biografía, relato y ficción, esa forma de contar a otra mujer para hablar, en realidad, de una misma. Y esa figura de Wanda, una mujer que parece perdida, pero que en su deriva también encuentra una forma de decir “no”. No al rol que le dieron, no a lo que se espera. Eso me resonó mucho. Después volví a leer Carta a mamá, de Hebe Uhart. Esa carta tan simple y tan tremenda, donde una mujer le pide a su madre muerta que se quede con sus recuerdos, porque con los propios ya tiene suficiente. Hay memorias, recuerdos, que no queremos seguir cargando, muchas cosas que tenemos de alguna manera no son nuestras. P.: ¿Qué referencias cinematográficas destacás? A.E.: A nivel cinematográfico, el proyecto dialoga con el trabajo de Agustina Comedi en El silencio de los cuerpos que caen, donde la memoria familiar se convierte en un dispositivo de exploración política y afectiva, y con la mirada de Agnès Varda, especialmente en Los espigadores y la espigadora, donde el collage, el archivo y el montaje se transforman en formas de pensamiento. Estas referencias orientan una búsqueda estética y narrativa que combina lo documental, lo autobiográfico y lo ficcional como modos de indagar en la experiencia íntima y colectiva. P.: ¿Cómo conecta con el biodrama? A.E.: Me aparecen preguntas: una obra tiene algo de una siempre pero al mismo tiempo al atravesar el espacio ficcional ¿sigue siendo algo personal? ¿Hay algo que habla más allá de uno? La obra reflexiona sobre el biodrama, no termina de cerrar. Y empecé a preguntarme: ¿Quién soy con todo eso que me contaron? ¿Lo que sé de mí es mío o me lo dijeron? Siempre se escucha hablar a los mismos porque no escuchamos otras voces ¿Y qué pasa con los objetos, con esas cosas que guardamos sin saber por qué, como si en ellas hubiera una parte de nosotras que no queremos perder? De la confluencia entre estas lecturas y referencias surge la figura de la protagonista: una mujer que creció bajo la sombra de una madre abarcativa y de un hermano que transformó la historia familiar en materia de éxito. Un padre ausente y una madre condicionada por una sociedad del “qué dirán” completan un paisaje afectivo atravesado por el peso del mandato, la culpa y el intento de reparación. P.: El proyecto además propone una exploración sobre la memoria y los relatos familiares. A.E.: Sí, son como espacios donde se acumulan y tensionan los discursos sobre el deber ser, especialmente en torno a la figura de la mujer en el ámbito doméstico y social. A través de los objetos, los recuerdos materiales y las capas de relato, la obra indaga en cómo se organizan —y a veces se sofocan— los vínculos, las herencias y las narraciones familiares. La pieza se concibe como un espacio escénico de revisión y reconstrucción, donde los gestos cotidianos y los fragmentos del pasado dialogan con los modos en que una mujer intenta encontrar su lugar dentro de la historia que heredó. De ahí viene esta obra. De esa mezcla entre memoria, identidad y ficción. Y de la necesidad —creo— de volver a mirar todo eso, pero con una voz propia P.: ¿ Cómo surgen esos recuerdos que se vuelven significativos a partir de los objetos en escena? A.E.: Los recuerdos que aparecen en la obra no son solo del personaje, sino de muchas familias argentinas. Hay algo de lo que heredamos que ya no queremos seguir cargando. Me interesaba pensar en esa tensión: lo que una generación quiso legarnos y lo que hoy sentimos que necesitamos dejar atrás. Al mismo tiempo, hay aspectos —como lo analógico, lo manual, lo artesanal— que sí vale la pena sostener. La obra reflexiona sobre eso: qué cuidar y qué soltar. En este momento tan duro, donde creíamos que ciertos mandatos ya no existían y sin embargo vuelven, mirar los objetos es también mirar nuestra historia cultural. Y sobre todo pensando en que la protagonista es una mujer. P.: ¿En qué sentido el tiempo se vuelve inestable y la ficción se confunde con la realidad? A.E.: El tiempo en la obra funciona como una materia blanda. No hay antes ni después, sino una serie de capas que se mezclan: lo que pasó, lo que se recuerda y lo que se inventa. El tiempo no es una flecha, que destruye, precisa, normativa. Sino una bolsa, donde una cosa que se junta con otra toma un nuevo sentido. Es el tiempo de las cosas, de los recuerdos. Laura intenta narrarse, pero cada vez que lo hace, algo cambia. La ficción aparece como una forma de sostener lo que la memoria no puede fijar. Lo real y lo imaginado se confunden porque, en el fondo, toda reconstrucción es una forma de ficción. La obra termina hablando de pérdida y de identidad, ¿cómo resuenan en tu historia? Diría Calderón que la vida es sueño y los sueños, sueños son. Por otro lado, creo que es un buen momento para preguntarse si la ficción supera a la realidad. P.: La obra termina hablando de pérdida y de identidad, ¿cómo resuenan en tu historia? A.E.: La obra habla de pérdida, pero no solo en un sentido individual. Habla de lo que se pierde cuando una generación se va, cuando ciertos modos de mirar, de cuidar o de transmitir desaparecen. También de las pérdidas necesarias: soltar mandatos, roles, herencias que ya no nos representan. En ese proceso aparece la pregunta por la identidad, no como algo fijo, sino como algo que se reconstruye todo el tiempo. Siempre me pregunto quién soy, y creo que eso también forma parte de nuestra historia colectiva. Ese “quién soy” se reescribe, muta, a veces se vuelve más confuso y, al mismo tiempo, más contundente. Tal vez ahí esté el corazón de la obra: aceptar que la identidad no se define, se ensaya y se construye. Y que toda pérdida también puede ser una nueva forma de estar en. P.: ¿Cómo ves el teatro y la cultura? A.E.: Hoy veo el panorama cultural difícil. Es una época oscura para la cultura, atravesada por la incertidumbre y la falta de apoyo. Aunque, pensándolo bien, la oscuridad también tiene lo suyo: en ella se gestan cosas. Al mismo tiempo, me agarran ataques de esperanza. Pienso que no es que “la gente se pasó de pueblo”, sino que los movimientos que surgieron en nuestra generación fueron tan potentes que necesitaron intentar apagarlos. Como en otras épocas: siempre que algo surge con fuerza y deseo, se lo quiere callar. Hace ruido. Nuestra historia está llena de eso. Creo que todos estamos un poco perdidos, tratando de ver cómo salir adelante, pero también más conscientes de lo que queremos cuidar. Imagen: ambito.com - ambito_espectaculos
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