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17/08/2025 Perfil.com - Nota

Gary Ruvkun:“Hay que llamar mierda a lo que es mierda y dejar de estar intimidados por los matones de Trump”
Jorge Fontevecchia
El biólogo molecular estadounidense, profesor en Harvard, revolucionó su especialidad al descubrir, junto a Victor Ambros, los microARN: diminutas moléculas que controlan qué proteínas se producen en cada célula y cuándo. En su laboratorio investiga la longevidad, la vigilancia inmunitaria y las aplicaciones genómicas para buscar vida en otros planetas. Apasionado por los viajes y la divulgación científica, Ruvkun combina curiosidad y creatividad, reflexiona sobre los límites de la vida, la polí

—¿Cómo describiría a un público no especializado qué es un microARN y por qué su descubrimiento transformó la biología molecular?
—Los microARN son mucho más pequeños que los ARN que se habían descubierto anteriormente, por lo que una parte del funcionamiento de las células, una parte central de lo que ellas hacen es tomar la información que está almacenada en el ADN y usar el ARN como intermediario, para luego fabricar proteínas. Esa es la clave de lo que una célula puede hacer. El microARN fue un descubrimiento que Victor Ambros y yo hicimos inicialmente en 1992, era mucho más pequeño de lo que nadie esperaba que fuera un ARN, y por eso fue reconocido por la Fundación Nobel. Fue un descubrimiento inesperado. Esas cosas ocurren en la ciencia y, de algún modo, se celebran. A todo el mundo le gustan las sorpresas.
—¿Qué lo llevó a elegir “C. elegans” como organismo de estudio y qué características de este gusano lo hicieron particularmente adecuado para explorar preguntas fundamentales en genética?
—Había un grupo de unas 25 personas del que yo no formaba parte a mediados de los 60, y Sidney Brenner, que es una figura mítica en Cambridge, Inglaterra, que participó originalmente en el descubrimiento del código genético, en realidad, y fue como la tercera persona en ver la doble hélice de Watson y Crick. Es una figura bastante mítica a quien apenas conocí. Él es el que comenzó el campo de C. elegans porque tenía una visión de cómo hacer la genética que sería muy completa y poderosa, pero también muy barata. Y barato es importante porque significa que por cada dólar, o peso, o lo que sea, que se obtenga para la investigación, rinde mucho más, y eso ha dado frutos para este gusano, C. elegans. Los cultivamos en placas de Petri, y podemos revisar millones de variantes diferentes para lo que queremos estudiar, y todo lo relacionado con el descubrimiento cuesta alrededor de un 1% de lo que cuesta trabajar con un humano o un ratón, y el 1% de un costo en un período de cien años te ahorra mucho dinero, y significa que puedes hacer más descubrimientos por unidad de dinero.
—Cuando descubrieron los microARN, se abrió una nueva dimensión en la comprensión de la genética. ¿Podría compartir cómo surgió este hallazgo y qué le reveló sobre la relación entre evolución, adaptación y envejecimiento en los organismos que estudia?
—No nos propusimos descubrir microARNs en absoluto. Formábamos parte de un esfuerzo mayor de, digamos, cien a trescientos científicos que decían: mediante la genética, tal vez podamos averiguar cómo los genes realizan la complicada coreografía de las células para formar organismos multicelulares, y lo atractivo del gusano es que tiene muchas células, pero no tantas como para que no puedas contarlas todas, así que cada célula tiene un nombre, a diferencia de nosotros. Nuestros órganos tienen nombres, pero no nombramos cada célula de nuestro cerebro; en el gusano, por ejemplo, cada célula de su cerebro tiene nombre, y fue por eso que Sidney Brenner quería trabajar en ello. Quería hacer neurobiología y estudiar un cerebro donde se sabe cómo todo está conectado a todo lo demás, y la genética nos indicó que la forma en que funcionan estos genes es que uno de ellos produce un ARN muy pequeño, y el otro, que surgió de la misma investigación genética, reconoce ese pequeño ARN, y lo descubrimos comparando la secuencia de esos ARN en el sentido de Watson-Crick de cómo el ADN forma una doble hélice. Esta es una doble hélice de ARN.
—Usted ha dicho que “cuando trabajamos con genética, estamos accediendo a ese poder mítico del cambio”. ¿Podría profundizar qué significa para usted esa idea y cómo la ha visto materializarse en su propia investigación?
—Cuando ganas un Premio Nobel, por supuesto, te elevan a cierta aristocracia científica, y, se supone que tus pensamientos deben ser profundos, y yo pensé, “más vale que tenga algo importante que decir”. Reflexionando sobre la genética que hacemos, decidí, mientras escribía esto durante los últimos seis meses, que nosotros los genetistas hemos estado subestimando lo que hacemos, y hay que entender que hay algo así como diez mil personas en el mundo que hacen mucha genética. Gran parte de la biología no es estudiar cómo los genes controlan los procesos, pero hay muchos de nosotros que estudiamos genética, y buscamos variantes. Por supuesto, la gente se interesa porque existen enfermedades genéticas que afectan a sus familiares o a ellos mismos. Hubo una revolución en la genética humana. Nosotros, como campo, hemos descubierto muchas enfermedades genéticas, que tendemos a pensar como algo que está roto, lo cual es medio cierto; tenemos 20 mil genes, y eso son muchas piezas que pueden fallar. Pero la genética es más que eso, no solo codifica para crear un humano perfecto, un gatito perfecto o una bacteria perfecta. Codifica para que la vida pueda adaptarse a todas las agresiones que pueden ocurrir en un organismo vivo. Cuando hacemos genética, estamos aprovechando la capacidad de nuestro código genético para cambiar y adaptarnos, y, de alguna manera, es un poco un sesgo de supervivencia: el árbol de la vida tiene millones de organismos que viven hoy, y tenemos secuencias genómicas de aproximadamente el 1%. Tenemos muchas secuencias genómicas. En mi carrera, cuando empecé a principios de los años 80, tal vez teníamos uno o dos genes en los que podíamos pensar, y luego la genómica se volvió muy importante alrededor del año 2000. Fue entonces cuando las cosas realmente despegaron, y eso fue con el genoma humano, todos los 20 mil genes de un humano, o los 20 mil genes de un gusano o de una planta. En el año 2000 apenas teníamos cuatro o cinco organismos. Ahora tenemos un par de cientos de miles de organismos, con secuencias completas del genoma realizadas a gran escala, y yo nunca he hecho ninguna secuencia genómica. Así que hay que tener en cuenta que personas como yo estamos usando recursos creados por laboratorios de producción que determinan la secuencia del genoma. Ahora podemos mirar todos estos genomas, y estos son los organismos que están vivos hoy, y nos da una idea de cómo todo está relacionado con todo lo demás, como lo estamos nosotros. Hay un árbol de la vida, y cuando hacemos genética, estamos aprovechando los cambios que pueden ocurrir a lo largo de ese árbol de la vida, y eso es lo que estoy tratando de promover un poco en lo que estoy escribiendo para la Fundación Nobel. Por eso creo que la genética es mucho más poderosa de lo que nosotros, los genetistas, le hemos dado crédito.
—¿Cuáles son las diferencias fundamentales entre la genética y la genómica, y cómo ha transformado este cambio de enfoque nuestra comprensión de procesos complejos como el envejecimiento y la regulación por microARN en la investigación biomédica contemporánea?
—La genómica simplemente te dice qué hay en el ADN de los organismos, y eso ha sido un viaje magnífico para muchos de nosotros para comparar, cómo un humano es parecido a una planta. Sabíamos que habría algunas similitudes, pero no la cantidad de similitudes. Algo así como un tercio de los genes de un humano los tienen las plantas y viceversa, y compartimos quinientos genes con las bacterias, y esos son los genes que evolucionaron hace cuatro mil millones de años. Los primeros organismos que existieron en este planeta probablemente fueron bacterias y microbios relacionados llamados arqueas, y tenían como máximo unos pocos miles de genes. Luego, las eucariotas, los organismos que somos nosotros y las plantas surgieron hace miles de millones de años. Ahora, la genómica nos cuenta todo eso, pero no nos dice realmente cómo funciona. La genética nos dice cómo funciona porque, de alguna manera, rompemos un animal de mil formas diferentes, o simplemente buscar cambios dramáticos que no sean tanto interrupciones sino más bien activación de vías que normalmente no deberían activarse a menos que haya una condición de estrés. Entonces, la genética realmente identifica, no todas, pero muchas de las respuestas que un organismo puede tener, y por eso funciona tan bien. Soy como un religioso con esto, o un fanático, pero en realidad, nunca he aislado una mutación yo mismo, es una confesión. Porque buscar mutaciones es difícil, requiere mucho trabajo; es como buscar una variante entre mil. Los humanos lo hicieron hace mucho tiempo: los nativos americanos descubrieron cómo domesticar el maíz, algo bastante importante, la domesticación de animales, perros, se hizo mediante cría selectiva. Alguien descubrió cómo hacer que estos seres tuvieran los atributos deseados, y eso lo hicieron humanos prealfabetizados hace 30 mil, 100 mil años; fuimos genetistas mucho antes de empezar a trabajar con el bronce o el hierro, hemos sido genetistas desde siempre.
—¿Qué nos enseñan los microARN sobre los mecanismos que subyacen a enfermedades como el cáncer, la diabetes o las patologías autoinmunes, y por qué su regulación es crucial para entender estos procesos?
—Lo que nos mostró fue que existe un rango de tamaño de los ARN que son tan pequeños como pueden ser; se necesitan aproximadamente veinte “letras”, lo que básicamente equivale a cuatro elevado a la vigésima potencia, es decir, uno entre mil millones. Con veinte letras, puedes encontrar un conjunto de cuatro letras diferentes, de veinte de largo, una “palabra” de veinte letras, en un genoma del tamaño de un humano. Es como la unidad de especificidad para encontrar un gen, y eso es lo que utilizan los microARN u otros ARN pequeños. Tuve la oportunidad de presenciar una especie de minirrevolución: Victor y yo fuimos las primeras personas en ver un microARN, pero luego se realizaban reuniones con quizás cien personas trabajando en ARN diminutos, y resultó que convergían en la interferencia por ARN, que se descubrió exactamente al mismo tiempo, también usando ARN diminutos. Ese conjunto de descubrimientos convergentes ocurrió tanto en plantas como en animales, y ahora existen terapias basadas en ARN de 22 nucleótidos que se usan en diversas enfermedades, y se están encontrando microARN en una variedad de vías humanas.
—Los microARN revelan mecanismos finos de regulación genética. ¿Qué conexiones hay entre estos descubrimientos y las tecnologías biomédicas como las vacunas de ARN mensajero?
—Gran parte de la vacunación con ARNm (mensajero) formaba parte de este campo de los ARN; se trata mucho de modificaciones de ARN. Las vacunas contra el covid hacen un uso muy sofisticado de nucleótidos no estándar. Hay como cuatro letras en el ARN, y las vacunas contra el covid usaron de manera muy inteligente lo que se llama pseudouridina. La uridina es una de las cuatro letras, “U” de uridina, y se utilizó pseudo-U, que es apenas diferente, y se descubrió que era menos inmunogénica. Ese fue un factor clave para que las vacunas funcionaran y salvaran muchas vidas.
—Usted estudia actualmente el envejecimiento. ¿Cuánto estamos más cerca de intervenir en los procesos biológicos que determinan la longevidad?
—El campo del envejecimiento es difícil porque está un poco sobrevalorado, hay mucha hipérbole, exageración y una especie de aprovechamiento de los ancianos que tienen miedo a morir. Estamos en un punto en el que estamos comenzando a entender la base molecular de por qué no vivimos para siempre, y estamos empezando a explorar organismos extraños que tienden a vivir más tiempo. Resulta que descubrimos, en este gusano y en un conjunto diferente de proyectos en el laboratorio, que hay mutantes que pueden vivir más tiempo, y, de nuevo, eso es otra manera de decir: ¿están rotos? Cada vez que hablas de un mutante, todos piensan: “eso es algo que no funciona”, pero estas son variantes naturales que ocurren donde el animal vive más tiempo, y eso se debe a que tiene una parte de su ciclo de vida que involucra dispersión. Estos gusanos son realmente buenos siendo gusanos, y este es un ciclo de vida que les permite darse cuenta de que están en un lugar donde no hay suficiente comida, y entonces entran en un estado similar a una espora que implica ciertos comportamientos: trepar sobre un hongo, ser recogidos por un insecto volador, que a su vez es recogido por un pájaro. Así es como estos pequeños gusanos pueden migrar. Es bastante brillante, en realidad, y estas “esporas” de gusanos viven mucho tiempo. La pregunta es: ¿eso es realmente vivir si es como entrar en un estado de hibernación? Y, por otro lado, ¿podríamos enviar a las personas a un estado de hibernación? Tal vez. Es pedir demasiado. Creo que es una gran extrapolación decir que podríamos hacer eso.
—¿Qué papel podría jugar la medicina personalizada en un futuro marcado por la genómica y la biotecnología?
—Soy un firme defensor de hacerse secuenciar el genoma, aunque debo admitir que todavía no lo he hecho, pero creo que hay mucho escrito en nuestros genes, y en algún momento haré una secuenciación del genoma.
—La tecnología de secuenciación de ADN y ARN que usamos en la Tierra podría aplicarse para buscar vida en otros planetas o lunas. ¿Cómo ve usted el potencial de estas herramientas para explorar la vida fuera de nuestro planeta?
—Soy un especie de fanático en la búsqueda de vida tal como la conocemos en la Tierra, en otros planetas. Pero debo decirlo desde el principio, voy a la NASA a hablar con ellos sobre esto, y hay muchas personas que piensan en el origen de la vida en la Tierra o en la vida en otros planetas, que clasificarían mi hipótesis, que la vida se ha estado extendiendo por la galaxia y que nosotros tenemos la misma vida que el resto de la galaxia, la mayor parte del campo de lo que se llama astrobiología, que piensa en esto, diría que es una idea realmente tonta y que estoy completamente loco. Tus oyentes deberían saber que estoy en un punto bastante extremo de la curva en esto. Pero la razón por la que habito ese punto es que, si miras el árbol de la vida y cuándo empezó, los microbios eran bastante complejos tan pronto como la Tierra se enfrió. La Tierra era muy, muy caliente, nació hace unos 4.600 millones de años. Se enfría para los 4.100 millones de años, y ya tienes esencialmente bacterias, y esas bacterias no son primitivas. Tienen genes, tienen un código genético, tienen muchas de las proteínas que tenemos nosotros. Aproximadamente un tercio, una décima parte del genoma bacteriano es como nosotros, y con “como” quiero decir que no se parece apenas, sino que tiene exactamente la misma secuencia de proteínas; básicamente esos genes eran perfectos en el momento en que la Tierra se enfrió. Así que no pienso en la Tierra como si tuviera esa sopa química muy primitiva. La gente habla de una sopa primordial, donde los químicos tenían que evolucionar hasta convertirse en organismos vivos. Por eso creo que buscar vida en cualquier parte de la galaxia que tenga ADN es la manera de hacerlo. Y, ¿cómo se busca ADN? Bueno, la industria genómica es así: vas a una escena del crimen, puedes buscar ADN y encontrar pequeñas trazas. El ADN es realmente fácil de detectar. Tenemos una industria de miles de millones, trillones de dólares, para la detección de ADN. Se lo propusimos a la NASA, y les gustó. Nos financiaron. Lo comenté con gente del MIT y recibí una llamada de Maria Zuber, quien es una excelente científica planetaria. Ella quería involucrarse. Y lo hemos estado proponiendo, pero el problema es que construir un instrumento para enviarlo a Marte es un proyecto de unos treinta años. Tienes que lograr que la NASA diga: “sí, es una buena idea”, lo cual dijeron en teoría, y nos dieron algo de dinero, pero luego tienes que construirlo, eso lleva una década, y luego tienes que ir allí, aterrizar y hacer el análisis. El ritmo del descubrimiento científico cuando haces exobiología de esa manera es como de una carrera profesional. Y estoy acostumbrado a un ritmo en el que, si tengo una idea, podemos hacer el experimento y jugar tres meses, no treinta años.
—¿Qué implicaría para la ciencia encontrar material genético fuera de la Tierra?
—Causaría una completa reconsideración de quiénes somos, y entonces tienes que preguntarte: bueno, ¿la biología está derivando en esta dirección o está dirigida? En otras palabras, lo primero que haríamos, como si Elon Musk tuviera algún poder real, afortunadamente no lo tiene, sería querer ir a Marte y habitarlo, lo cual, personalmente, me parece una idea idiota. Yo no querría ir. Tal vez si tuviera que elegir, preferiría ir a Marte antes que ir a la cárcel o ser ejecutado, pero creo que podría elegir la muerte antes que ir a Marte. No es divertido. Pero lo primero que harías es lo que se llama, “llevar bacterias”. Generar una atmósfera de oxígeno, y todo eso se hace con microbios. Se llama terraformación. La pregunta es: ¿eso es lo que está pasando con esta expansión de la vida? ¿Es una propagación aleatoria o fue intencional? Supongo que es aleatoria.
—¿Cómo imagina el futuro de la investigación interdisciplinaria que une biología, astronomía y exploración espacial?
—He llegado a conocer bastante bien a la NASA. Básicamente, la primera vez que presenté esto en la NASA fue en el año 2000. Conocí a Gerald Soffen, que era el jefe científico de la misión Viking, le gustó lo que estábamos proponiendo, así que la NASA está interesada en esto. El problema es que aproximadamente la mitad de lo que gasta la NASA va al programa tripulado, lo cual es un completo desperdicio de dinero comparado con su programa no tripulado. El telescopio espacial James Webb fue magnífico, fue una inversión enorme, no hay astronautas allí, todo es un robot. Y el programa tripulado, dado lo maravillosos que son los robots hoy en día, es un completo anacronismo. ¿Para qué enviar personas al espacio? No tiene ningún sentido. Y para mí, cuanto más gasta la NASA en el programa no tripulado, mejor.
—¿Cómo combina en su trayectoria el trabajo de laboratorio con la exploración de grandes preguntas sobre la vida y el universo?
—La genómica realmente te ayuda a imaginar lo que es antiguo en la vida en la Tierra. De algún modo, ves al instante lo que se ha almacenado en nuestro ADN. Y eso ha sido un placer. Es como recorrer una isla nueva cada vez que se secuencia un nuevo genoma y puedes compararlo. Y literalmente hay cien mil genomas disponibles públicamente para todos.
—El conflicto entre la administración Trump y varias universidades, con recortes y cancelaciones de contratos, expuso tensiones entre el gobierno y la academia. ¿Qué lecciones cree que deja sobre la autonomía universitaria y la investigación científica?
—Todo este momento trumpista, desde enero, ha sido simplemente un evento psicótico en los EE.UU. Y, por supuesto, afecta al mundo. En cuanto él habló de convertir a Canadá en el estado 51, eso es pura psicosis. No hay ninguna razón lógica para pensar en esos términos. Y, de algún modo, me gustó que lo hiciera porque expone la psicosis, pero no parecía que tuviera consecuencias negativas para él. Así que, no hay explicación. ¿Cómo se responde? Harvard intentó demandas, pero las demandas dependen de que los tribunales sean justos, y los tribunales han sido algo manipulados. De algún modo, me recuerda a cosas totalitarias que ocurren en países más pequeños. Ha pasado mucho en América Latina. No ha ocurrido con frecuencia en la historia de EE.UU. De algún modo, estamos tomando un camino que me parece algo familiar, creo, en América Latina.
—¿Cómo cree que políticas como la restricción de visas a los estudiantes internacionales por parte del gobierno de Estados Unidos podrían afectar la colaboración científica global y el progreso de la ciencia?
—Muchos de los nuestros seguramente se irán a Europa. Y lo irónico es que la mayor inyección de ciencia en la historia estadounidense fue la persecución nazi de los judíos. Entonces todos vinieron al Nuevo Mundo. Hubo una enorme afluencia de personas formadas en universidades alemanas en los años 30 hacia Estados Unidos, y esa es una parte importante de por qué desarrollamos la bomba atómica a tiempo para la Segunda Guerra Mundial, por qué no perdimos la Segunda Guerra Mundial. Fue una enorme afluencia. Así que sí, Europa los va a recuperar.
—Usted ha mencionado un viaje por Sudamérica en su juventud mientras era estudiante. ¿De qué manera ese viaje marcó su vocación por la ciencia, por qué eligió Sudamérica y qué conexión hay con su historia personal?
—En realidad me resulta bastante simpático que seas de Buenos Aires, porque mi padre, después de la Segunda Guerra Mundial, y durante la guerra, trabajó en los astilleros como recién graduado de ingeniería, construyendo barcos Liberty para Inglaterra entre 1941 y 1944. Se construyeron, mediante producción en masa, alrededor de mil barcos que se usaron para enviar armamento a Inglaterra para la defensa contra los nazis, lo cual funcionó. Y él pensaba que eso fue bastante importante. Después de la guerra se incorporó a la misma compañía que había construido esos astilleros, llamada Kaiser, que estaba en la Argentina. No recuerdo el nombre exacto del auto, Kaiser algo, era un auto compacto bastante conocido. La fábrica fue vendida cuando mi padre tenía 30 años, y se trasladó a Córdoba, si no recuerdo mal. Se desarmó por completo una fábrica que estaba en algún lugar de Michigan, y fue comprada por Kaiser Automobile en Argentina. Mi padre iba a Argentina y a Chile dos veces al año, a Perú, estaba a cargo de América Latina, obteniendo contratos, construyendo represas y cosas por el estilo. Quizás haya entre tus oyentes algunos de 85 o 90 años que reconozcan mi apellido, que quizás hayan conocido a mi padre en los años 50 o 60, porque él iba a América Latina. Mi padre apenas hablaba español, pero mi madre aprendió español para ayudarlo. Leyó a Cervantes en español. Recuerdo haberlo visto cuando hacíamos la tarea juntos. Así que el español era parte de nuestra casa, y también venían personas de América Latina. Así que yo sentía una especie de afinidad, y a mis padres no les asustaba que fuera a Sudamérica; era como: “¡oh, eso está bien!”. La mayoría de los padres gringos dirían: “¿vas a dónde?”.
—Después de obtener su licenciatura, decidió tomarse un año para plantar árboles antes de iniciar el posgrado. ¿Qué lo motivó a hacerlo y qué aprendizajes personales o científicos surgieron de esa experiencia?
—No quería plantar árboles. Simplemente me fui hacia el norte y, una noche, en un bar de Eugene, Oregón, tomando una cerveza, me dijeron: “puedes conseguir trabajo con este grupo de reforestación”. Yo tenía una furgoneta, teníamos que acampar en las zonas que necesitaban ser replantadas, vivía como un rey en mi furgoneta; muchos de los demás estuvieron un año entero en carpas, y era temporada de lluvias. No se plantan árboles en verano, se plantan cuando llueve. Fue una manera de entrar en contacto con los bosques del noroeste del Pacífico, que se parecen mucho a Puerto Montt en Chile: un bosque muy verde y exuberante.
—Usted tiene fama de ser un gran contador de historias. ¿Cómo se conectan para usted el contar historias, sus viajes y el propio “viaje” de descubrimiento en la ciencia?
—Cuando pasas un año viajando en ómnibus, fuimos por la Carretera Transamazónica, que tiene un nombre poco adecuado, quizás ahora esté asfaltado, pero en 1975 era un camino de tierra, terminas acumulando historias. Como aquella vez en Cochabamba, Bolivia, en un bus interurbano, cuando le gritábamos al chofer “¡Esquina, esquina!” porque estaba borracho. Luego se detuvo y la persona con la que viajaba le dio un puñetazo y lo noqueó en plena carretera. Son historias. Y son buenas historias que uno vuelve a contar con el tiempo. Hay muchas historias así, de gente que conocí en el camino. También aprendés a evitar el peligro. Nos alojábamos en hoteles de un dólar la noche; no eran hoteles lujosos ni mucho menos. Eran lugares donde había ganchos en las paredes y usabas una hamaca en lugar de cama. Era un viaje de bajo presupuesto, con muchas aventuras.
—En un campo donde parece existir toda una “dinastía” de genetistas premiados con el Nobel, ¿qué figuras o mentores considera que fueron decisivos en su desarrollo como científico y cómo fue trabajar con ellos?
—Empezó cuando era estudiante de posgrado, en 1976. Ahí fue cuando comencé. Y, cuando hacía mis tareas en la biblioteca, en esa época la gente iba a las bibliotecas, no existían la computadora ni los PDF. Yo estaba allí y veía a mis científicos héroes, por ejemplo, Matt Meselson, que hizo el experimento de Meselson-Stahl, considerado el experimento más hermoso en la historia de la biología. Él leía revistas científicas para preparar sus clases, y me hablaba. Hizo comentarios sobre mis artículos con tinta roja. Todavía conservo una copia en la que la primera frase, escrita por él en tinta roja dice “cierto”, pero “trivial”, porque no creía que lo que yo estaba diciendo fuera muy importante. Esos eran mis modelos sobre cómo ser un intelectual y cómo ser un científico. Y también Wally Gilbert. Sigo reuniéndome con ellos, ceno con Wally Gilbert, tiene 95 años, una vez al mes. Y cené con Matt Meselson, también de 95 años, el mes pasado. Y luego está Bob Horvitz, con quien hice mi posdoctorado. Él fue a Estocolmo y pudo ver cómo sus dos primeros posdoctorandos obtenían el Premio Nobel. Él mismo recibió el Premio Nobel en 2002. Ellos fueron los mentores que me enseñaron cómo hacer ciencia.
—¿Podría contarnos qué sintió en el momento “eureka”, cuando usted y Victor Ambros se dieron cuenta de lo que estaban descubriendo, y si en ese instante podían dimensionar la transformación que esto generaría en el campo de la genética?
—Cuando estábamos hablando sobre el microARN y cómo se empareja con su molécula objetivo, esa conversación fue por teléfono, porque él tenía un bebé recién nacido en casa. Había acostado al niño y entonces, por teléfono, estuvimos comparando la secuencia de letras de ese microARN con el sitio que habíamos mapeado en el gen objetivo. Y podíamos ver que encajaba, y que coincidía en unos cinco sitios distintos. Entonces, estadísticamente, se volvía cada vez más significativo. Y nos dimos cuenta de eso en unos veinte minutos de conversación. Sobre todo fue la sensación de que habíamos logrado explicar aquello en lo que estábamos trabajando. En ningún momento pensamos que esto iba a ser algo enorme más allá de esos dos genes con los que estábamos trabajando. No fue “¡oh Dios mío, esto es mundial, nos vamos a hacer famosos!”. No. Fue más bien una sensación de alivio al saber que lo que estábamos haciendo iba a terminar siendo una historia interesante, que no iba a ser aburrido, porque siempre existe la posibilidad de que, al final, lo que estás investigando resulte un poco trivial o no le interese a nadie. Y sabíamos que, al menos, esto iba a ser un buen artículo, un descubrimiento interesante, y que estaría bien. Los dos éramos profesores jóvenes, queríamos asegurarnos de no ser despedidos No siempre te dan la continuidad en esos lugares. Y los dos estábamos en ese punto en el que queríamos quedarnos. Victor, especialmente, porque tenía un niño recién nacido. Así que fue, sobre todo, una sensación de alivio.
—Estudiantes internacionales como Eyleen, que llegó desde Argentina a trabajar en su laboratorio, son ejemplos de cómo la ciencia se construye a través de la colaboración global. ¿Podría compartir cómo experiencias como la de ella enriquecen la investigación y la dinámica de su equipo?
—Eyleen llegó a mi laboratorio después de formarse en Argentina, y yo sabía que Argentina tenía un gran sistema universitario, así que, desde el primer momento, no hubo necesidad de que ella “vendiera” su formación. Yo ya sabía que allí había un sistema educativo muy bueno. He tenido estudiantes extranjeros de Hong Kong, de India, de toda Alemania. Diría que alrededor de un tercio de las personas de mi laboratorio provienen de fuera de Estados Unidos. Y la gente va y viene a Europa sobre todo.
—Recientemente, experiencias como las del Conicet y el Schmidt Ocean Institute despertaron gran interés en la sociedad argentina y generaron un nuevo paradigma en la relación entre científicos y público ¿Qué importancia cree que tiene la divulgación científica no solo para generar interés genuino en la ciencia, sino también para inspirar a niños y jóvenes a convertirse en científicos, especialmente en tiempos donde la ciencia a menudo es denostada?
—Me convertí en científico gracias al programa espacial. Lo transmitían en la televisión y eran una gran noticia los lanzamientos de cohetes. Así que la divulgación científica dirigida a las escuelas secundarias es realmente importante, las ferias de ciencia, y ese tipo de cosas. No puedo entender por qué el mundo moderno es anticiencia. No puedo siquiera imaginar por qué lo hacen.
—¿Qué papel deberían de-sempeñar los científicos en el debate público para defender la evidencia frente a la polarización política y a veces, la denigración de la propia ciencia?
—Tenemos que ser muy enfáticos en llamar mierda a lo que es mierda. Todos hemos estado un poco intimidados por Trump, porque nadie quiere ser blanco de sus matones. Harvard ha estado claramente bajo ataque. Es interesante, porque soy miembro de la Facultad de Harvard y hay una enorme cantidad de correos entre los profesores sobre todo esto. Y parte de ello está mezclado con retórica anti-Israel y antijudía. Y parte del ataque de Trump a Harvard está formulado como una defensa de los judíos. Pero, en realidad, se trata de que es un tema polarizante que puede dividir a la izquierda. A él y a su entorno les encantan las cuñas, asuntos controversiales, los temas que toman a una mayoría y la dividen en varias minorías. Eso es lo que realmente está sucediendo. Y está jugando la carta judía. Esa carta se ha jugado bastante últimamente con este Premio Nobel, porque hay mucho comentario sobre que soy judío. Es positivo, no es que la gente diga que es algo terrible, pero ese tipo de clasificación identitaria no habría ocurrido hace 25 años. Nadie habría comentado sobre la religión de alguien. Me sorprendió un poco. Pero sin duda está presente en toda esta controversia en Harvard y en la Universidad de Columbia.
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Entre 1998 y 2004, realizó su doctorado en el Instituto Leloir. Por la calidad de su formación y su trabajo, Gary Ruvkun, ganador del Premio Nobel de Medicina 2024, aceptó ser su mentor para el posdoctorado, que realizó en la Universidad de Harvard, en Boston. Trabajó con él casi diez años y comparten la autoría de varias publicaciones en revistas científicas de gran prestigio.
—Le pregunto a Eyleen, ¿cómo surgió la oportunidad de trabajar en el laboratorio Ruvkun y qué la motivó a unirse a ese equipo?
—Conocí el trabajo de Gary mientras estaba haciendo mi doctorado en el Instituto Leloir, que en ese momento era parte de la Universidad de Buenos Aires. Pero el área de trabajo de Gary era muy alejada de lo que yo había hecho y aprendido durante mi doctorado, que estaba enfocado en las infecciones bacterianas y con la bioquímica de cómo se mantiene la integridad del material genético. Así que al principio, pensé que no era posible que él me aceptara en su laboratorio. Pero después de buscar trabajo y no estar muy conforme con lo que encontré, decidí contactar con Gary. Tomé coraje y lo contacté. Y desde el principio de la entrevista supe que ese era el lugar en el que quería estar. Las preguntas que me hicieron los miembros del laboratorio, no solamente Gary, sino los estudiantes y los postdocs, durante mi presentación mostraban que había mucha creatividad y mucha independencia intelectual en el grupo.
Incluso algunos discutían con Gary en la reunión con respeto, pero sin miedo. Y eso me pareció genial. También su trayectoria en su ciencia tenía un impacto y una profundidad excepcional. Y cuando me avisó que me había aceptado en su grupo, sentí como si fuera una jugadora de fútbol amateur que era convocada a la selección nacional, no lo podía creer. Y lo que encontré fue mejor todavía que lo que esperaba, un ambiente donde se hacía ciencia de mucha calidad, pero con colaboración y sentido del humor. Una experiencia que me cambió la carrera.
—Eyleen, nos gustaría que nos cuente un poco de su historia personal: se graduó en la Universidad Nacional de Misiones y luego realizó un doctorado en la UBA. ¿Qué experiencias marcaron su camino hasta convertirse en investigadora?
—Mi camino científico se inspiró, para empezar de bien pequeña, en tres personas muy importantes para mí, la creatividad y el ingenio de mi papá, el valor por la educación que me transmitió mi tía, y algo fundamental, la capacidad de trabajar durísimo que me enseñó mi mamá. Y esos ingredientes, la curiosidad, el amor por el conocimiento y una gran capacidad de trabajo, es que pude construir una carrera en la ciencia. Pero eso era talento, cosas que tenía. Pero aunque hubiera tenido esas herramientas, nada de lo que logré luego hubiera sido posible sin un sistema educativo y científico que me diera la oportunidad de desarrollarlo. Vengo de una familia humilde, donde nadie antes que yo había sido graduado de la universidad. Y allí en la universidad pública, en la universidad de Misiones, en la universidad de Buenos Aires, pude aprender sobre el método científico, cómo construir pensamientos críticos, cómo formular una hipótesis y poner a prueba con rigor las ideas que uno desarrolla. Y en la Universidad Nacional de Misiones, fue profundamente formativo. Éramos pocos, teníamos muy pocos recursos, pero había una entrega increíble por parte de los profesores. Y allí pasé a la Universidad de Buenos Aires, el Instituto Leloir donde aprendí a hacer ciencia a nivel mundial con mis propias manos. Pero me acuerdo que todos teníamos que planificar al mínimo detalle, que cuando algo salía mal, no podíamos repetir. Había reactivos que tardaron meses en llegar y venían en cantidades mínimas. Así que además de biología molecular, aprendí a planificar, a resolver problemas, a insistir, horarios duros, pero de mucho crecimiento. Y una camaradería científica que, la verdad, hoy, a veces extraño aquí en Estados Unidos.
—¿Podría contarnos cómo fue su experiencia como investigadora en el Conicet y qué aprendizajes se llevó de ese período?
—Trabajar con la beca del Conicet fue una etapa muy importante para mí. Significaba ser parte de una comunidad científica que, aun con las dificultades presupuestarias, tenía un compromiso enorme con el país y la ciencia de alta calidad. Lo que me marcó fue ver cómo mis colegas lograban producir ciencia a nivel mundial a pesar de las pobres condiciones de trabajo. Aprendí cómo hacer ciencia con pocos recursos, compartiendo insumos, organizando el tiempo de los equipos compartidos, planificando cada paso. Había que ser muy, muy estratégico. Y eso desarrolló la creatividad en mí para resolver problemas. Y también ese trabajo colaborativo me enseñó, me dio una sensación de pertenencia, que todos estamos empujando para el mismo lado, tratando de sostener y elevar la calidad científica en Argentina. Fue una escuela de resistencia solidaria.
—¿Qué papel deberían desempeñar los científicos en el debate público, para defender la evidencia, frente a la polarización política y a veces, la denigración de la propia ciencia?
—Los científicos tenemos un rol que cumplir y no explotamos tanto como podríamos. Tenemos que salir un poco de la zona de confort del laboratorio y de las publicaciones científicas y participar más activamente en el debate público, sobre todo cuando la evidencia, como hemos discutido, es ignorada o manipulada. Eso no quiere decir que los científicos tengamos todas las respuestas y que tengamos que venir desde un sitio de altura a informar al pueblo.
Tampoco creo que tengamos que transformarnos en figuras mediáticas, pero sí tenemos la responsabilidad de explicar cómo funciona la ciencia, qué cosas sabemos con certeza, qué cosas todavía estamos investigando y por qué es que la ciencia necesita tiempo y recursos y libertad intelectual para poder avanzar.
Además, tenemos que tratar de hablar con claridad y con empatía, traducir las cosas que son muy difíciles sin perder rigor. La ciencia no es solo datos, sino que una herramienta para mejorar la vida de la gente, reducir la desigualdad, construir un futuro más justo.
Y si no la defendemos los científicos, no hay muchos otros que la puedan defender con tanto conocimiento. En el caso de la Argentina, donde el sistema científico ha demostrado excelencia a pesar de presupuestos bajísimos, creo que tenemos una doble responsabilidad, mostrar con orgullo lo que se logró y explicar realmente con firmeza por qué desfinanciar la ciencia es condenar al país a depender siempre del conocimiento generado por otros.
Producción: Sol Bacigalupo.


Imagen: perfil.com


#31476481   Modificada: 17/08/2025 02:32 Cotización de la nota: $1.010.849
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