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03/08/2025 La Nación - Nota - Opinión - Pag. 38

La polarización muestra signos de fatiga
Jorge Fernández Díaz

La abelicosidad verbal, el uso de un lenguaje insolente o malsonante, y el arraigo fundamentalista a credos ideológicos extremos no es más que una forma de cobardía melancólica”. El mandoble lanza el filósofo y lúcido periodista español Diego S. Garrocho en su último ensayo, que para escándalo de casi todos y a contracorriente del sentido común de la época, se basa en la idea de que la mayor prueba de valentía política consiste paradójicamente en practicar una cierta moderación. No se trata de un alegato a favor del mero centrismo o la equidistancia, sino de una rara forma de la cortesía para nada banal según la cual dos personas ideológicamente antagónicas pueden debatir, escucharse un rato y tantear entre tantas disidencias a algunos acuerdos, o al menos usar al otro como sparring conversacional para pulir mejor las ideas propias. La sola postulación de esta mínima regla elemental, que hoy parece una aspiración utópica, muestra que la conversación pública está rota en Occidente, y que sin ella la democracia liberal no tiene destino. Según el autor de Moderaditos (Random House)—obra que todavía no llegó a estas pampas, pero que recoge con ironía y orgullo desde su título una acusación habitual de los ultras de moda y que levanta sarpullidos en España—, hoy la audacia mayor estriba en reconocerle a nuestro adversario algún tipo de razón, cambiar de opinión si cuadra, atreverse a dudar, quebrar la protección del rebaño y correr el riesgo de decepcionar a todos. No habla el autor de un simple posicionamiento político o partidario, ni mucho menos de una actitud para volcar en las urnas el día de las elecciones, sino de un ejercicio cotidiano de la inteligencia en un mundo de blancos y negros, donde las “trincheras son rentables”. “Los radicalizados creen que los moderados en el fondo piensan como ellos, pero que no se atreven a decir las cosas de forma tan contundente —dijo en un reciente programa de la Cadena Ser—. La nueva derecha excluye a la otra, a la que llama cobarde. Y considera que no lo dicen con su misma vehemencia por falta de valor, cuando a veces es por simple desprecio hacia esos postulados maximalistas”. Para eso propone algunos consejos emocionales que hoy resultan significativamente dificultosos: “La autocontención y la prudencia; ser capaces de la duda y de querer a alguien que piensa de manera distinta, comprendiendo que no lo hace por maldad; que el otro busca la misma finalidad que nosotros, aunque con una terapia diferente y nada más”. Según el filósofo, toda persona honesta e inteligente sabe en su fuero interno que en ocasiones se ha confundido, y que incluso ha defendido ardorosamente cosas que estaban equivocadas. “Las ideologías se han convertido en religiones de sustitución que generan, además, formas de agrupamiento identitario muy poco útiles para la deliberación sincera”, sostiene. Hay un miedo patológico, en el contexto de estas modernas y estentóreas grietas sociales, que conduce a un afán por custodiar nuestras ideas como quien protege una billetera o se cubre el rostro en una pelea de calle. Muchas veces el público rechaza a quienes —periodistas o políticos— desafían sus prejuicios y “los padres de familia son capaces de entrar en Xbajeo seudónimo para linchar o criticar de manera desaforada a quien pone en riesgo sus creencias. Detrás de estas conductas solo hay miedo e inseguridad. Miedo a que nuestras ideas puedan demostrarse fallidas. Miedo a que las ideologías que despreciamos puedan tener una cuota de razón. Miedo a que tengamos que despedirnos de algunos de los fetiches a los que vivimos agarrados a causa de un pánico que nos asedia desde demasiados frentes”. Las sensatas pero revulsivas reflexiones de Diego Garrocho valen en la actualidad para cualquier país, pero se escuchan en un sitio que hasta los Pactos de la Moncloa admitía la existencia lisa y llana de dos Españas irreconciliables, y que le llevó muchas décadas de ruina, encono y sangre eliminar las pulsiones extremistas, confluir hacia el centro con pactos intrépidos, generar políticas de Estado permanentes y zurcir las partes. Ese delicado zurcido permitió, a su vez, una era de prosperidad vertical sin parangón. Ofendidos por que la bonanza no es infinita, atrapados en la bipolaridad que ofrecen las redes sociales y animados por las estrategias agonales de los “ingenieros de odio”, los españoles desgarran hasta su institucionalidad y ponen en peligro lo conseguido. Todo lo que sucede en la Madre Patria tiene eco y reflejos en la Argentina, aunque con algunas diferencias históricas, económicas y políticas. Pablo Gerchunoff, luego de investigar largamente el comienzo del siglo XX para su extraordinario ensayo La imposible república verdadera, confirma como gen nacional un viejo apotegma de Halperin Donghi: somos una nación siempre propensa a las antinomias y a la negación recíproca de legitimidad. Según Gerchunoff, los países tienen, como las personas, personalidades definidas, que les cuesta muchísimo modificar; Hipólito Yrigoyen demostraba un “talante revolucionario” y había en aquellos primeros años “un clima de hostilidad mutua”. Un defecto que quizá heredamos de España o de las guerras civiles del siglo anterior, pero que ya en esos tiempos la política pura y dura creció y se cristalizó como un fenómeno que atravesaría, a pesar de algunos respiros, las décadas y que llega muy vivo y palpitante hasta el presente: “El no reconocimiento de la legitimidad de quien está enfrente —dice Gerchunoff—. O la consigna: el fracaso es el otro”. La democracia de 1983, el temperamento dialoguista de Alfonsín, la amistad sincera de Cafiero e incluso los consensuales que en su momento emitieron Menem y Duhalde conformaron un tiempo no agonal: todos se reconocían, aun en el combate de las ideas y los intereses. “Desde 2013 —añade el historiador y economista— esa cultura de las buenas maneras se perdió, y nació algo que ahora denominamos polarización”. A esas características de nuestro disco duro habría que sumar el hecho innegable de que aquel cristinismo acabó por autopercibirse orgullosamente como un populismo de izquierda (Ernesto Laclau) y actuó en consecuencia: “Vamos por todo”. Aunque en España acusan a Pedro Sánchez de tener vocación populista, a quienes tuvo la larga y sufrida experiencia del populismo real nos cuesta encuadrarlo todavía bajo esa etiqueta. Lo concreto es que el proceso español se desliza sobre la superficie de un desarrollo económico apabullante, y el proceso argentino parió desde su angustiosa decadencia

Menciones: Diego S. Garrocho, Moderados, Radicalizados, España, Pablo Gerchunoff, Halperin Donghi, Hipólito Yrigoyen, Alfonsín, Menem, Duhalde, Carlos Fara, Natalio Botana, Ernesto Laclau, Pedro Sánchez


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