06/07/2025 Perfil.com - Nota
Donald Sassoon: "La ansiedad es parte del triunfo del capitalismo" Jorge Fontevecchia Es una de las voces más influyentes del pensamiento histórico europeo contemporáneo y una figura clave para comprender el pasado y pensar críticamente los dilemas actuales. Su obra recorre con lucidez temas centrales como el ascenso y declive del socialismo, el desarrollo del capitalismo moderno, el avance del fascismo y el papel de la cultura en la construcción de identidades colectivas. Discípulo del célebre Eric Hobsbawm, su trayectoria combina el trabajo académico riguroso con una intervenci —Profesor, en su obra usted ha cuestionado las narrativas que presentan al capitalismo como un proceso natural y triunfante, señalando, en cambio, que su consolidación histórica estuvo marcada por conflictos, crisis y resistencias. En su revisión, ¿qué elementos históricos explican por qué este triunfo, entre comillas, fue profundamente ansioso y contradictorio más que un éxito lineal y pacífico? —Si comparas el capitalismo con los sistemas precapitalistas, no es que no existiera la ansiedad en esos sistemas, por supuesto que la había. La gente se preocupaba por enfermedades, pandemias, el clima, invasiones, guerras... pero todos esos eran factores que venían de fuera del sistema. En el capitalismo, es muy diferente. El capitalismo es un sistema altamente dinámico. Se mueve constantemente, y siempre hay ganadores y perdedores. Así que, cuando hablamos del triunfo del capitalismo, también deberíamos recordar que cada triunfo del capitalismo tuvo sus víctimas. Las víctimas fueron aquellos que habían triunfado antes, y que luego quedaron del lado perdedor en esta constante evolución dinámica del capitalismo. El economista político Schumpeter llamó a esto “destrucción creativa”. Eres un emprendedor, tienes éxito, ganas mucho dinero, cuentas con equipos que otros no tienen... y, de repente, de la nada, aparece un nuevo emprendedor o un nuevo sistema, y quedas completamente destruido. Y cuando estás en la cima, vives con la preocupación de que alguien pueda surgir y destruirte, o al menos debilitarte. Por eso, la ansiedad es parte del triunfo del capitalismo. Ese era mi punto principal. Entonces, si tomamos el capitalismo como un nombre genérico para un sistema, es evidente que ha triunfado. Está en todas partes. Y las personas que no lo tienen, lo desean. Aquellos que tenían una alternativa al capitalismo, es decir, el comunismo, fracasaron. Y luego tenemos fenómenos curiosos como China, que probablemente sea ahora el sistema capitalista más exitoso, aunque en manos de un partido político que se autodenomina comunista. Por eso es muy difícil generalizar o construir una teoría general del capitalismo, y deberíamos recordar que el propio Marx nunca hizo predicciones firmes sobre el futuro del capitalismo. Lo que realmente le interesaba era analizar el capitalismo y entender qué era lo que lo hacía funcionar. —A lo largo del siglo XIX y del siglo XX, el Estado desempeñó un papel central en el sostenimiento y la expansión del capitalismo. ¿Cómo interpreta el hecho de que hoy el discurso de la extrema derecha abogue por su debilitamiento, después de décadas de consenso neoliberal? —Es casi imposible pensar en el capitalismo sin un Estado que lo regule, que lo gobierne, que establezca normas. La más simple de esas normas es una muy antigua: la ley de los contratos. Yo acepto venderte algo, tú aceptas comprármelo, me das una moneda, y esa moneda, en cierto sentido, está respaldada por el propio Estado. Así que nunca ha existido un capitalismo sin Estado. De hecho, los primeros países capitalistas exitosos, Gran Bretaña, pero también Bélgica, Holanda, y más tarde Alemania y Estados Unidos, tenían todos Estados fuertes, que de alguna manera facilitaron el desarrollo del capitalismo, o al menos de algunos aspectos de él. Pensemos en una de las grandes controversias del siglo XIX en Gran Bretaña, y que sigue siendo una controversia hoy, gracias a Donald Trump: la cuestión de si se deben imponer aranceles para proteger las industrias locales. Obviamente, si tienes aranceles, eso beneficia al capitalismo local. Pero no beneficia a los capitalistas locales que necesitan importar materias primas más baratas del extranjero. Por lo tanto, la idea de un capitalismo sin Estado es completamente utópica y no se sostiene. —Profesor, desde su perspectiva histórica, ¿cómo se configuró la alianza entre el capitalismo, el colonialismo y el imperialismo como base del orden global que tenemos hoy? ¿Y cómo contribuyó la dominación colonial a producir una desigualdad estructural entre el centro y la periferia del sistema, y de qué manera persisten hoy esas jerarquías? —Históricamente hablando, por supuesto que el colonialismo y el imperialismo preceden al capitalismo. Después de todo, existió el Imperio chino, y antes incluso, el Imperio romano, entre otros. La conexión está en que la posesión de colonias ayudó al desarrollo acelerado de ciertos capitalismos, pero no se trata de una teoría general. Sin duda ayudó al capitalismo británico a expandirse y evolucionar, y en cierta medida también al capitalismo francés. Pero el desarrollo del capitalismo en la Alemania del siglo XIX no dependió de sus colonias. Alemania tuvo colonias, pero, francamente, eran más bien una cuestión de prestigio. Fue un gasto de dinero. Y luego tenemos al país capitalista más exitoso del siglo XX, los Estados Unidos de América, que en realidad, no tuvo un imperio colonial. Tuvo influencia sin necesidad de establecer una dominación directa sobre las colonias. No tuvo colonias en África, muy pocas en Asia y tampoco muchas en América Latina. —Profesor, las crisis económicas parecen funcionar como momentos de reajuste. ¿Qué patrón histórico identifica en estas crisis y qué revelan sobre la estructura del sistema? Y, al mismo tiempo, ¿usted considera que el capitalismo necesita producir crisis y exclusión para regenerarse? ¿Son las crisis una parte esencial del capitalismo? —Sí, la gente piensa que las crisis del capitalismo son malas para el capitalismo, y uno debería decir: no, no lo son. Son malas para algunos capitalistas, por supuesto, pero muy buenas para otros. El intento de formular una teoría –o una teoría general– de las crisis capitalistas que identifique algo recurrente… si ese fuera el caso, podríamos predecirlas. Pero lo notable de las crisis del capitalismo es que son impredecibles. Recuerdo al ministro de Finanzas británico Gordon Brown, hablando en la City en 2007 y diciendo: “Este es el fin de la era de auge y caída”. En otras palabras, que de ahí en adelante habría un crecimiento tranquilo y constante. Pero, en realidad, un año después se produjo la gran recesión de 2008, que no fue anticipada por la gran mayoría de los economistas, y mucho menos, por supuesto, por los políticos. —Y usted retoma las ideas de Antonio Gramsci, según las cuales en tiempos de crisis lo viejo no termina de morir, lo nuevo no acaba de nacer, y en ese interregno surgen síntomas mórbidos. ¿Cómo aplica este concepto al momento histórico actual? ¿Y qué características definen, en su opinión, este prolongado interregno que estamos viviendo hoy? —Cuando Gramsci escribió aquella famosa frase “lo viejo está muriendo y lo nuevo aún no ha nacido”, la imagen que uno tiene es la de estar en medio de un río de corriente rápida. Sabes que has dejado una de las dos orillas, pero no puedes ver la siguiente. Y así, en este momento de crisis, no sabes exactamente qué va a suceder. Es un patrón que se repite. Y hoy lo vemos con toda claridad: ni siquiera sabemos qué va a hacer el presidente de Estados Unidos mañana, mucho menos podemos hablar de un viejo mundo que muere, o uno nuevo que ya está presente. Esa es la verdadera crisis: la incapacidad de saber. Sabemos que algo malo ha ocurrido, sabemos que algo está cambiando, pero no sabemos en qué dirección va la historia. Y esa es la principal causa de ansiedad, especialmente de las ansiedades actuales, las cuales además se multiplican por la existencia de guerras que no necesariamente están relacionadas con una crisis capitalista. Estamos en un interregno. Los síntomas mórbidos son evidentes. Y no sabemos lo que va a pasar. —A lo largo de su trabajo, usted ha mostrado que el desarrollo del capitalismo no puede entenderse sin considerar la transformación tecnológica y el cambio cultural que lo acompañaron. En este marco, ¿cómo han contribuido estas transformaciones tanto a la consolidación como a la fragmentación del capitalismo moderno, y qué nuevas tensiones han introducido en su funcionamiento? —Cuando vemos la conexión entre el desarrollo capitalista y el progreso tecnológico todo el tiempo, incluso en nuestra vida diaria, me refiero a las innovaciones de los últimos 50 años: el teléfono móvil, la televisión generalizada, internet, todas estas cosas han condenado al olvido algunas innovaciones del pasado que fueron bastante importantes. Y las cosas nuevas, los nuevos desarrollos, han asegurado que surjan nuevos tipos de capitalismo. Quiero decir, si uno mira las principales empresas en la Bolsa de Nueva York en 1900, verá que muchas de ellas eran manufactureras, y muy pronto aparecieron compañías como General Motors, Ford, y así sucesivamente, además de empresas extractoras de petróleo. Y si miramos ahora, ¿quiénes son los millonarios? ¿Cuáles son las principales empresas? Hay compañías que no fabrican nada. En ese sentido, no hacen un producto que uno pueda ver y tocar. Hay otras empresas de retail como Amazon, o compañías como Facebook, o, por supuesto, sabes, Google y Meta y cosas por el estilo, que ahora son importantes y famosas. Es un capitalismo bastante diferente al anterior. Empresas como Shell o BP, las dos grandes petroleras británicas, son mucho menos importantes. Y si hubiera más progreso tecnológico, como muchos de nosotros esperamos, incluyéndome a mí, hacia la descarbonización del planeta, bueno, estas compañías tendrán que innovar y por lo tanto, no depender tanto de las industrias extractivas, o tendrán que inventar algo nuevo y sumarse al grupo. Tengo la edad suficiente para recordar cuando IBM, la industria de fabricación de computadoras, era considerada una de las maravillas del mundo. Ahora, la idea, es decir, el software, viene esencialmente de Estados Unidos. El hardware se fabrica en China. —¿Cree que hoy estamos ante un nuevo régimen capitalista o simplemente ante una prolongación de sus contradicciones fundacionales? —Diría que no existe algo así como un nuevo régimen capitalista. Hay un conjunto de regímenes capitalistas que sufren contradicciones, por lo tanto, como en los viejos tiempos. Pero son diferentes. No son los mismos que solían ser. Así que la crisis actual no es una crisis del capitalismo, es una crisis de algunos aspectos del capitalismo. Y la paradoja es que, mientras que hasta 1990 el capitalismo parecía enfrentar un desafío mundial, es decir, un sistema ideológico que quería construir una economía no basada en líneas capitalistas, ese desafío ha desaparecido. Pero la crisis continúa, los problemas continúan, las contradicciones continúan y la ansiedad continúa, incluso más. —En su libro “Cien años de socialismo”, usted reconstruye la trayectoria de la izquierda europea. ¿Cuáles fueron sus pilares más sólidos y qué límites encontró para sostenerlos? —La izquierda europea nació en el siglo XIX, de hecho, hacia finales del siglo XIX, no necesariamente vinculada al capitalismo. El país más capitalista en 1900 seguía siendo Gran Bretaña, y entonces no tenía un Partido Socialista de importancia. Tenía el tradicional Partido Conservador y el Partido Liberal Reformista sostenido por los sindicatos. El Partido Socialista más importante estaba en Alemania, pero también había partidos socialistas en países como Finlandia, que tenía una base industrial muy pequeña. Así que la conexión entre socialismo y capitalismo no es como pensaban personas como Karl Marx, que a medida que el capitalismo avanza, hay más trabajadores y estos se incorporan a la causa socialista. El avance del socialismo está, en cierto sentido, desconectado del avance del capitalismo. De hecho, no fue muy exitoso en expandirse mucho más allá de las fronteras de Europa. La socialdemocracia europea permaneció en Europa, no logró establecerse en el resto del mundo. Ciertamente no en Estados Unidos, que fue, después de todo, en el siglo XX, el país capitalista más importante. Tampoco se estableció en Japón, que eligió el camino capitalista alrededor de 1868-1870 con la Restauración Meiji, y luego se convirtió en un país capitalista muy importante. Así que, en cierto sentido, la socialdemocracia europea ha permanecido como una ideología bastante parroquial y confinada a Europa. No se expandió particularmente ni siquiera en América Latina, por ejemplo, donde el choque ha sido más entre el pensamiento clerical y el anticlerical, entre fuerzas terratenientes y fuerzas exportadoras, más que entre socialistas y antisocialistas, aunque recientemente, por supuesto, hubo el crecimiento de algunos partidos que se parecen a partidos socialistas. —Profesor, ¿por qué la izquierda europea, que fue protagonista en el siglo XX, no logró convertirse en una alternativa estructural frente al colapso del modelo neoliberal? —La izquierda siempre ha sido una criatura muy extraña porque, por un lado, me refiero al congreso fundacional del movimiento socialista europeo, el congreso que fundó la Segunda Internacional –la Primera Internacional no fue tan importante–, la Segunda Internacional en 1889. Se formó en París con socialistas provenientes de varios países, pero el Partido Socialista alemán era el más importante. Su propuesta, su reivindicación, era por supuesto el establecimiento de una sociedad socialista. Pero también decían que, mientras tanto, debían hacerse reformas. Y las reformas que proponían eran cosas como la ampliación del sufragio para que fuera un sufragio verdaderamente universal, incluyendo a las mujeres, y al mismo tiempo, también deberían establecerse límites a la jornada laboral y todo tipo de reformas importantes, muchas de las cuales se han logrado. Pero no eran reformas que destruirían el capitalismo, eran reformas que, de hecho, cuanto más exitosas fueran, más tolerable transformaban al capitalismo, porque si tienes un sistema capitalista donde solo trabajas ocho horas, donde te pagan un salario razonable, donde puedes votar, etc., no está tan mal, y por lo tanto, ¿para qué intentar experimentar con una sociedad socialista? Así que, paradójicamente, el movimiento socialdemócrata en Europa, cuanto más exitoso era, menos probable era que fuera revolucionario. De hecho, las revoluciones han ocurrido usualmente en lugares donde no existe un sistema capitalista bien establecido. —¿Cómo analiza la relación entre los proyectos socialistas y el Estado de Bienestar europeo? ¿Fue el Estado de Bienestar un compromiso, una conquista o una renuncia? —Es un tema interesante el de la conexión entre el proyecto socialista y el Estado de Bienestar. Porque básicamente, los Estados de Bienestar, que son esencialmente un logro de Europa Occidental, no existen mucho en Estados Unidos. El Estado de Bienestar tuvo su mayor triunfo en los países escandinavos y, por supuesto, en el primer gobierno laborista de 1940-45. Las ideas que el gobierno laborista de 1945 implementó se basaron en las teorías de John Maynard Keynes y, en términos de reformas sociales, de Beveridge, quien publicó un libro importante durante la guerra que tuvo mucho éxito. Ambos eran liberales, quienes pensaban que para salvar el capitalismo había que reformarlo, y una de las reformas más importantes fue la creación del Estado de Bienestar. Así que, nuevamente, las reformas hicieron más difícil la revolución. Por lo tanto, sí, también fue un compromiso, pero al mismo tiempo fue una conquista, porque las cosas mejoraron notablemente con la llegada del Estado de Bienestar en Europa. De hecho, el período capitalista más exitoso en la historia europea fue durante los primeros 30 años después de la guerra, entre 1945 y 1975, cuando los Partidos Laboristas o Socialistas apenas estuvieron en el poder. No gobernaron en Francia, ni en Italia, ni en Alemania, y estuvieron fuera del poder desde 1951 en Gran Bretaña, y sin embargo... El éxito de una reforma no es cuando la logras, sino cuando tus opositores la aceptan porque es demasiado popular y no pueden hacer nada al respecto. Así que cuando el Partido Conservador o el Partido Demócrata Cristiano avanzaban en Italia, Alemania, o los gaullistas en Francia, o los conservadores en Gran Bretaña, tuvieron que aceptar todos los logros del Estado de Bienestar. Esa es una verdadera victoria, cuando tus opositores están de acuerdo contigo y saben que no pueden hacer nada para cambiarlo. Mejor aceptan un servicio nacional de salud, y demás. —Podría pensarse entonces que el triunfo del neoliberalismo es porque la izquierda aceptó las ideas económicas del neoliberalismo? ¿Existe una correlación con eso? —Lo que sucedió principalmente después de 1975-1980, cuando la izquierda volvió al poder o, en el caso de Alemania, llegó al poder, o en el caso de Italia, formó una coalición, gobernada por el Partido Socialista, no los comunistas, que formaron una coalición con el Partido Demócrata Cristiano, fue que, en lugar de continuar con la idea de expandir la propiedad estatal, que fue lo que los socialistas franceses bajo Mitterrand intentaron al principio, muy rápidamente pensaron que era demasiado difícil, demasiado complicado, y de hecho continuaron con la política de privatizaciones. Hay que recordar que, aunque ahora pensamos en la nacionalización como una política de izquierda, en realidad, la nacionalización más importante en los años 30 se logró en Italia bajo Mussolini. Debido a la crisis de Wall Street y la casi quiebra de los bancos italianos, y estos bancos poseían acciones en compañías, entonces había que dejar que toda la economía colapsara, o, como le aconsejaron a Mussolini los banqueros inteligentes, se tomó el control de las partes que estaban fallando. Así que, en cierto modo, la cuestión es que si el capitalismo está fallando, entonces hay que rescatarlo. Y esto es lo que la izquierda ha aceptado, casi en todas partes. —A lo largo del siglo XX, la izquierda no solo propuso modelos económicos y políticos alternativos, sino que también fue capaz de construir identidades colectivas, imaginarios compartidos y horizontes de esperanza. En el contexto actual de crisis de sentido y fragmentación cultural, ¿cómo valora usted esa dimensión cultural de la izquierda y qué lugar cree que puede ocupar hoy? —Es casi un cliché asumir que la cultura está colonizada por la izquierda, porque muchos intelectuales suelen estar más a la izquierda que a la derecha. Por supuesto, hay muchos intelectuales de derecha, y algunos son bastante importantes. Pero la mayor parte de la cultura es cultura popular, y no toma una posición clara en cuestiones económicas. Es evidente que la gran mayoría de las películas, libros, y demás, tienen, si acaso, un leve elemento anticapitalista, porque en la mayoría de esas películas los ricos rara vez son el héroe. No ves el tipo de película donde un capitalista compra una fábrica, y luego para mejorarla despide a la mitad de su fuerza laboral y se vuelve cada vez más rico. Ese no es el héroe normal. El héroe es alguien que, como en la típica leyenda americana, viene desde abajo y, gracias a sus propios esfuerzos individuales, claro, llega a la cima, pero también lo hace siendo amable, interesante, compasivo, y demás. Mucha cultura es de hecho así. Hay un elemento de homogeneización, sin duda, en la cultura europea que se debe al desarrollo capitalista de la cultura, y en particular al desarrollo de cosas como el cine y la televisión, donde algo que antes no estaba disponible para la mayoría de la población pasa a estarlo. Piensa en la distribución de la cultura en la Europa precapitalista. La mayoría de la gente no sabía leer, así que no compraban libros, y por eso no se escribían libros para ellos. Iban a la iglesia. Las historias que escuchaban eran las del sacerdote. Eran historias bíblicas. O, alternativamente, tenían sus propios cuentos de hadas. Bien, esa era la cultura local. Y era muy local. Y comparado con el enorme cambio en el siglo XX, donde tenemos películas que ven millones de personas y programas de televisión vistos por millones de personas, y donde además la gente adquiere una participación en esto, en el sentido de que al día siguiente van a la oficina y hablan sobre lo que vieron en la televisión o en la película. Esto es impensable en sociedades precapitalistas. Así que hay un grado de homogeneización y no necesariamente una nostalgia por un pasado idealizado. Además, no hay mucha ideología en la cultura moderna, he tenido que buscar. La gente asume, por supuesto, que en la Rusia soviética o en la Italia fascista, dado que el Estado era tan poderoso, dirigían toda la cultura, pero en realidad la gran mayoría de las películas hechas en Italia bajo el fascismo eran cosas románticas, de “ella me quiere, yo no la quiero, yo la quiero, ella no me quiere”. Era ese tipo de cosas, nada sobre fascismo o política o lo que sea. Si sintonizabas la radio en la Rusia de Stalin, no escuchabas los discursos de Stalin de la mañana hasta la noche. En realidad, Stalin no hablaba mucho. Tenía un gracioso acento georgiano, que no habría caído muy bien a la mayoría de los rusos. Pero para que la gente escuche propaganda política, tienes que darles algo más, porque la propaganda política es como la publicidad: tienes algo que a la gente le gusta realmente, y justo después o antes o en medio pones propaganda política, porque eres perfectamente consciente de que nadie, por sí solo, querría ver propaganda. No lo haremos, incluso aquellos de nosotros que estamos interesados en la política, no pasaremos la mayor parte del día escuchando los discursos de Putin o de Trump. —¿Cree usted que la izquierda puede recrear un nuevo relato que vuelva a convencer a los ciudadanos de votar por la izquierda? —Los ciudadanos votarán por la izquierda, aunque lo hagan cada vez menos, pero votarán por la izquierda no porque ésta tenga necesariamente un mensaje socialista, sino porque parece que la izquierda tiene un plan para resolver algunos de los problemas que enfrentan ahora. Todos sabemos cuáles son los problemas a los que se enfrenta la gente ahora. En algunos casos es el desempleo; en otros, el costo de vida, que probablemente es más importante que el desempleo, porque afecta a casi todo el mundo. El desempleo afecta solo a quienes están desempleados. Entonces, el problema de la izquierda no es tanto el socialismo, sino qué hacer a continuación, cómo resolver los problemas a los que se enfrenta la gente dado que normalmente para resolver algunos de estos problemas, necesitas dinero. Y hay algo que se llama matemáticas, que la izquierda no puede deshacer: solo se consigue dinero de tres formas, imprimir billetes, lo que causa inflación; pedir prestado, lo que significa que la deuda pública subirá porque hay que pagar intereses; o aumentar los impuestos, lo cual no es nada popular. Y si solo se aumentan los impuestos a los ricos, no hay suficientes ricos para aportar fondos suficientes. Además, los ricos son muy buenos para evadir impuestos, así que esa tampoco es una solución. Entonces, la izquierda tiene problemas de recursos limitados, y cualquier transformación del sistema implica costos. Ese es un problema que también tiene la derecha, por supuesto, y no siempre pueden enfrentarlo. El otro problema es, por supuesto, la democracia, porque un partido recién electo solo puede pensar en los próximos cuatro o cinco años. Por lo tanto, lo que haga debe tener resultados en ese plazo. En la historia, esto normalmente no ocurre: los resultados pueden tomar diez, veinte o treinta años, pero necesitas resultados a corto plazo porque las elecciones llegan pronto. Este es un problema que el Partido Comunista de China obviamente no enfrenta, pero sí la mayoría de los partidos políticos en países democráticos. —Usted mostró cómo los Estados moldearon las identidades nacionales a través de la cultura. ¿De qué modo esas construcciones culturales persisten en las tensiones actuales dentro de Europa? —Las identidades nacionales son moldeadas por el Estado, no tanto por la cultura. De una manera curiosa, las identidades nacionales modernas han sido determinadas por el Estado. Por ejemplo, en América Latina probablemente seas consciente de eso, porque las fronteras de los Estados latinoamericanos son el resultado de conquistas coloniales, decisiones tomadas por los españoles o, en el caso de Brasil, por Portugal. En Europa, las fronteras son el resultado de todo tipo de incidentes históricos. Las fronteras han sido totalmente inestables, pero luego hay eventos como la imposición de una lengua común, la imposición de una estructura educativa común. Por ejemplo, puedes nacer en Sicilia y hablar su dialecto, pero si vas a tratar con el Estado, tendrás que hablar italiano, que la mayoría de los ciudadanos de Italia no hablaban hasta la década de 1950. Y luego, por supuesto, están las guerras. De repente, Italia está en guerra con Austria en 1914 o 1915, y puede que seas siciliano, pero te ves obligado a llevar el uniforme del ejército italiano, te envían a los Dolomitas (N. del E.: una cadena montañosa ubicada en el norte de Italia), donde nunca has estado, y estás comandado por oficiales que probablemente ni siquiera hablan tu idioma, y peleas contra los austríacos, que ni siquiera existían como tales, y eso consolida la identidad nacional. Pero luego la identidad nacional también se consolida por medios culturales. Por ejemplo, algunos estudios han demostrado que el hecho de que los italianos vieran programas estadounidenses doblados al italiano en la televisión italiana facilitó la difusión del italiano. Es decir, si querías entender comedias americanas simples como “I Love Lucy” y demás, que eran el equivalente americano de lo que luego serían las telenovelas latinoamericanas, tenías que entender italiano porque estaban dobladas al italiano. La música también venía del extranjero, de Estados Unidos. Así que tenías, por supuesto, una tradición de canciones locales en Francia, Italia, incluso en Alemania y en Inglaterra, los países donde no tienes cantantes italianos famosos como cantantes napolitanos o Edith Piaf en Francia, pero no obstante, la internacionalización de la música, nuevamente bajo dominio estadounidense, ayudó a crear algún tipo de identidad que cruzaba las fronteras nacionales. Por lo tanto, hay dos procesos ocurriendo al mismo tiempo: el fortalecimiento de las identidades nacionales y, al mismo tiempo, una emancipación de la cultura, usualmente en dirección a la cultura estadounidense, pero no solamente. —¿Qué rol juega hoy la cultura en el ascenso de las derechas nacionalistas que instrumentalizan el pasado con fines reaccionarios? —Todos los movimientos políticos instrumentalizan el pasado. Todos los movimientos políticos usan la historia para sus propios fines. Una vez sugerí que para los políticos, la historia es como estar en un supermercado: tienes hechos y tomas los que funcionan para tu propia visión. Así, Hitler y Mussolini usaron algunos aspectos del pasado alemán, pero al mismo tiempo también dijeron: “vamos a crear una nueva Alemania”, “vamos a crear una nueva Italia”. Los británicos siempre han insistido en que su pasado es especial, incluso cuando estaban innovando. De hecho, cuanto más innovaban, más instrumentalizaban el pasado. El eslógan más importante en este momento es el de Donald Trump: “Make America Great Again” (Hacer a América grande otra vez), y la sugerencia no es hacer a América grande, sino que América solía ser grande, luego decayó, y ahora vamos a volver y hacerla grande otra vez. Así que el pasado es importante. La nostalgia, la idealización del pasado, es central para las ideologías, más, creo, para la ideología de derecha que para las de izquierda. Aunque, por supuesto, los partidos de izquierda en Europa han insistido en el papel que tuvo la izquierda en la resistencia francesa o italiana luchando contra el fascismo y los nazis, aunque, claro, en realidad los nazis y fascistas fueron derrotados por los Aliados y la Unión Soviética. —¿Cómo se relaciona el consumo cultural de masas con la despolitización y el vaciamiento democrático que usted describe en “Síntomas mórbidos”? —El consumo masivo de cultura no está relacionado con la despolitización, porque supone que las personas ya eran políticas en primer lugar. Las personas no son políticas en primer lugar, algunas sí, por supuesto, y generalmente son una minoría. Luego, la gente se politiza por un breve período cuando hay una crisis, cuando sucede algo importante. Está bastante claro que si hay un evento mayor, como una guerra mundial, entonces todos se vuelven políticos, pero eso no tiene que ver con el consumo masivo de cultura. Si eres londinense y eres bombardeado por aviones alemanes, entonces te vuelves político, te vuelves antialemán, por supuesto, pero eso no tiene nada que ver con el consumo masivo de cultura. El consumo masivo de cultura es, casi por definición, poco político, a pesar de los esfuerzos de quienes están interesados y comprometidos con la política para hacerlo más político. —También en “Síntomas mórbidos”, usted analiza el auge global de los regímenes autoritarios. ¿Podría explicar a nuestra audiencia qué condiciones históricas permitieron ese giro autoritario en el siglo XXI? —Los regímenes autoritarios del siglo XX no produjeron cultura de masas. Obviamente, el régimen nazi en Alemania estuvo en el poder por un período relativamente corto. El régimen fascista estuvo en el poder solo durante 20 años, y durante esos 20 años, la mayor parte de la cultura italiana no fue totalitaria, no fue fascista, incluso en la Unión Soviética. De hecho, una de las paradojas es que los escritores y la música que surgieron durante el período estalinista en la Unión Soviética fueron bastante notables. En términos de alta cultura, por ejemplo, hubo grandes compositores como Shostakóvich; Prokófiev volvió a la Unión Soviética desde Estados Unidos, donde se encontraba. Y también hubo escritores importantes, muchos más que en los últimos 20 o 30 años desde la caída del comunismo. Así que no diría que haya una conexión tan evidente entre un régimen totalitario y el desarrollo de la cultura. Claro que existe una cultura que, si se percibe como desafiante al régimen, es eliminada, y sus exponentes son reprimidos, enviados a prisión y todo lo demás. Pero la mayor parte de la cultura no es así. Obviamente, en el caso de la música es muy difícil decir, por ejemplo, si Beethoven es de izquierda o de derecha. No tiene mucho, mucho, mucho sentido. En el caso de las novelas también es muy difícil. ¿”Guerra y Paz” es de izquierda o de derecha? Es imposible decirlo. Tolstói fue considerado un gran escritor tanto por el régimen zarista como por el régimen soviético, y sigue siendo considerado un gran escritor hoy en día. Si acaso, la politización de la cultura es un fenómeno que ocurre en circunstancias extremas, como por ejemplo el hecho de que en la Ucrania actual, tras la invasión rusa, se haya prohibido la música rusa. Así, Tchaikovsky –que no tiene nada que ver con la invasión de Ucrania– ha sido prohibido por ser ruso. Eso sí es una politización de la cultura. Producción: Sol Bacigalupo. Imagen: perfil.com
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