25/05/2025 Perfil.com - Nota

Preguntas incómodas
Alejandro Bercovich
La construcción y disputa del poder.

Con qué país sueñan los dueños de la Argentina? ¿Qué futuro imaginan para las empresas, los campos, las máquinas, los edificios, los centros comerciales, la infraestructura, los bancos, las plataformas digitales y los recursos naturales que controlan? ¿Tienen acaso un proyecto productivo-tecnológico capaz de conducir al resto de la sociedad hacia esa tierra prometida? ¿Es una idea de desarrollo nacional autónomo o apenas un plan de negocios subordinado a intereses extranjeros? ¿Hay lugar para todos y todas en ese país que imaginan? ¿Qué están dispuestos a ceder para convencer a toda la gente de que ese rumbo es el correcto? ¿Apuestan a dirigir el tránsito hacia ahí o apenas a mantener sus privilegios y acrecentar sus fortunas a expensas de los demás? ¿Es Javier Milei el instrumento político que estaban esperando?
Las preguntas sobre el gran capital son tan incómodas como infrecuentes porque al gran capital no le gusta responderlas. Sus dueños adoran proponer soluciones para los problemas económicos que se fueron apilando en la Argentina del siglo XXI pero siempre fueron reacios a autoexaminarse. Mucho menos están dispuestos a admitir que sus propias conductas, o al menos algunas de ellas, son parte de los problemas estructurales de un Estado y un aparato productivo todavía condicionados por las secuelas de una dictadura que la misma clase dominante apoyó decididamente.
Este libro propone un debate pendiente para una democracia que nunca supo, nunca pudo o nunca quiso discutir el rol de la élite empresarial. Ningún dirigente político fue mucho más allá de vagas alusiones (críticas o exegéticas pero siempre superficiales) a quienes “se la llevan en pala”, a los “capitanes de la industria”, al “mundo emprendedor” o más recientemente a los “héroes benefactores”. Fuera del ecosistema de los negocios, aunque inclinen la balanza en todas las elecciones y condicionen de mil maneras la vida del resto de la población, los nombres de los que mandan apenas se conocen. Sus caras, mucho menos.
Durante este primer cuarto del siglo XXI, la relación del gran capital con el poder político-estatal tuvo importantes vaivenes. Tras fracasar en el intento de enterrar para siempre la disputa social por la riqueza debajo de la paridad fija del peso con el dólar de la convertibilidad, y ante el abismo de un “que se vayan todos” que los incluía expresamente, los referentes más lúcidos y conscientes del empresariado se aliaron coyunturalmente al peronismo para reconstruir la autoridad del Estado (“el país normal” de Néstor Kirchner) y hasta preservar una unidad nacional tambaleante en los estertores del ajuste recesivo e hiperdesigualador de fines de los noventa. Basta recordar que cada provincia había empezado a emitir su propia moneda y que se discutía seriamente la posibilidad de dolarizar la economía o entregarle la conducción del Banco Central a un comité de académicos extranjeros.
Una vez reconstruidas la unidad y la autoridad, volvió la disputa por el excedente económico. Más allá del detonante puntual, la guerra abierta que estalló entre el establishment corporativo y el kirchnerismo no fue por las retenciones a la exportación, por la Ley de Medios, por la estatización de las AFJP ni mucho menos por la corrupción, un lenguaje que al empresariado nunca le resultó ajeno en la Argentina ni en ningún lugar del mundo. Fue una disputa acerca de quién administraba los frutos de un período de crecimiento inédito que se apalancó sobre la disparada de la tasa de ganancia que trajo aparejada la devaluación salarial de 2001-2002, la mejora de los términos del intercambio por la irrupción de China en el mercado mundial, la innegable modernización productiva de los noventa y el envión positivo de toda América del Sur, que además coincidió en una misma sintonía política y consiguió coordinar posiciones geoestratégicas como nunca lo había logrado.
El gran desacuerdo nacional que interrumpió aquel ciclo de crecimiento fue sobre cuál debía ser el tamaño del Estado. Y no solo porque el Estado hubiera crecido mucho por esos años (el gasto público saltó del 25 al 35% del PBI con el kirchnerismo y luego la pandemia lo empujó al 43%), sino también porque –salvo un puñado de excepciones– los grandes grupos económicos construyeron complejas estructuras offshore para eludir el pago de los impuestos que históricamente lo sostuvieron.
Como antes lo habían hecho sus primos europeos y estadounidenses, los magnates criollos se emanciparon del fisco. Así empezó, silenciosamente, la demolición del Estado. Solo faltaba alguien que terminara esa faena desde adentro. La hipótesis que explora este libro es que la motosierra de Milei vino a sacudir violentamente una relación de fuerzas que los patrones ya habían inclinado antes a su favor, paulatinamente, primero mientras toleraban que el Estado engordase y después cuando ya le habían puesto un freno a su expansión, pero no conseguían que retrocediera a su mínima expresión de los noventa.
En realidad, lo que se presenta públicamente como una discusión en torno al tamaño del Estado o a la supuesta eficiencia del mercado no es más que un velo para tapar la verdadera disputa: cuánto de la riqueza social administran los dueños del capital y cuánto se apropian los trabajadores activos, los inactivos (como los jubilados) y otros sectores sociales cuya supervivencia no garantiza el libre juego de la oferta y la demanda. Lo que estuvo permanentemente en disputa desde aquel crac de la convertibilidad es qué porción de la economía se mantenía bajo el control del capital y cuánto se le escurría.
Hasta qué punto es capaz de incidir la democracia sobre el rumbo productivo del país y su patrón de acumulación, incluso aunque los dueños también condicionen y decidan sobre el Estado, sin someterse a elecciones, como siempre ocurrió en los países capitalistas.
Milei hace explícita como nunca esa contienda y también su posición, abiertamente del lado del capital. Aun cuando haya fracciones que ganaron y otras que perdieron en su primer año de gestión, que se ensañó especialmente con las pymes pero que también hirió a grandes compañías que proveen al mercado interno. Aun cuando haya pataleado contra algún grupo por rencillas puntuales. Su “desprecio infinito por el Estado” es un grito de guerra de los patrones en general, donde se mezclan (y a veces se contradicen) los intereses de la clase dominante local con los de las poderosas corporaciones extranjeras a las que fue cediendo parte de su poder en las últimas décadas.
Una salvedad: esa pulseada entre Estado y capital no implica que sean siempre fuerzas antagónicas. Tampoco que el Estado sea sinónimo de comunidad ni que la exprese políticamente. Si bien el brutal ajuste fiscal que llevó adelante Milei durante el primer año de su gestión cautivó ideológicamente a una élite que disfruta de presentarse como la antítesis de “lo estatal”, la relación entre ambos es por demás promiscua. Al contrario de lo que pasó con las jubilaciones, la obra pública o los presupuestos para salud, ciencia y educación, la porción del excedente productivo que fluye desde las arcas fiscales hacia los patrimonios de los dueños no solo no menguó durante el primer año de La Libertad Avanza en el poder sino que aumentó.
Ahí están los jugosos pagos de intereses de la deuda, los subsidios, los tipos de cambio preferenciales, los regímenes de fomento, las exenciones impositivas, las concesiones y privatizaciones de servicios públicos y la vista gorda ante los incumplimientos en esos contratos de concesión. También la corrupción lisa y llana, un mecanismo de apropiación de lo público mucho más tosca, que no se limita a los funcionarios pero siempre requiere su participación, y que en el caso de la ultraderecha salió súbitamente a la luz con el escandaloso fraude de la criptomoneda $Libra, que no habría sido posible sin el impulso activo del mismísimo Presidente.
Otra salvedad: intrínsecamente, la utopía neoliberal del “Estado mínimo” –abocado exclusivamente a Justicia, seguridad y defensa– es la de un Estado gendarme del capital. Un guardián celoso del derecho de propiedad (privada) que no custodia ningún otro derecho pero que no escatima recursos para proteger a los propietarios. Por eso no debería extrañar que el nuevo combo de la ultraderecha haya incluido a figuras como Patricia Bullrich o Victoria Villarruel y que la élite jamás haya objetado sus desbordes represivos ni sus reivindicaciones de antiguos crímenes de lesa humanidad. Ambos son indispensables para el disciplinamiento social que exige el reseteo regresivo en curso.
Para viejos aviones F-16 que no vuelan, pistolas Taser y gases lacrimógenos sí hubo plata. Toda la que hizo falta.
Los que mandan
La embestida de los potentados en la lucha de clases es una tendencia común a todo Occidente. Casi nadie discutió que sus fortunas se hayan duplicado o incluso triplicado desde la pandemia, lapso en el cual la abrumadora mayoría de la población se empobreció. Tampoco que su estilo de vida se haya despegado del resto de los mortales como lo hizo (¿alguien se imagina a Marcos Galperin veraneando en Pinamar como Alfredo Yabrán en los noventa?). Lo que ahora también parecen querer asumir tanto en América como en Europa los tecnomagnates que desplazaron a los industriales, banqueros y petroleros del podio del ranking Forbes es el comando directo del Estado para blindar su dominio. Ahí está el ejemplo del hombre más rico del mundo, Elon Musk, empezando a cogobernar con Donald Trump y a blandir su propia motosierra tras haber volcado la elección a su favor, decisivamente, desde la red social que había comprado apenas dos años antes.
Es exactamente lo que combate la ascendente China, cuyo “socialismo con peculiaridades” ya demostró el vigor suficiente para desafiar a Estados Unidos productivamente y superarlo tecnológicamente. Ahí el límite a la acumulación de capital lo impone justamente el rol político que pretenda jugar el empresario en relación al Estado. O al Partido, que a nuestros fines es lo mismo. En China un hombre de negocios se puede hacer archimillonario pero no desafiar los designios del comité del Partido Comunista en su empresa, en el que participa, pero donde no tiene la última palabra. Lo vivió en carne propia Jack Ma, fundador de la plataforma de comercio electrónico AliBaba, para quien no había contradicción entre ser afiliado al PCCh y figurar en el ranking Forbes con una fortuna de 50 mil millones de dólares, pero a quien sus críticas al sistema bancario chino a fines de 2020 le valieron un ostracismo de casi un lustro. Recién a inicios de este año, mientras Musk desembarcaba en la Casa Blanca, el premier Xi Jinping convocó a un acto a los popes tech de su país –incluido Ma– para instarlos a “mostrar su talento”. Fue justo después del lanzamiento de DeepSeek, el motor de inteligencia artificial que sacudió la estantería de Silicon Valley, y estaban los jefes de Huawei, Xiaomi, BYD, Tencent y varios dragones más.
Encontrar las coordenadas locales de esa disputa entre Estado y capital es clave para comprender la época que nos toca vivir y el trance decisivo que atraviesa la democracia que supimos conseguir. También para imaginar futuros alternativos. Especialmente en medio de tanto ruido y confusión y con la transformación del capitalismo global en pleno curso, a una velocidad que incluso abrió discusiones sobre si no mutó en una especie de nuevo tecno-feudalismo. ¿Por qué la clase dominante argentina no consiguió vertebrar su hegemonía en torno a un proyecto de desarrollo capitalista que al menos se proponga incluir a toda la población? ¿Cuánto del fracaso económico de la última década es atribuible a su comportamiento y cuánto a los barquinazos de los últimos tres gobiernos? ¿Por qué apuestan sus fortunas y el futuro de sus familias a un tipo del que desconfiaron hasta último momento por delirante, que se define a sí mismo como “divergente” y desvaría con liderar una refundación planetaria? (…)
La gran renuncia
Los dueños de la Argentina tomaron una decisión histórica: renunciaron a encabezar un proceso de desarrollo autónomo del país donde nacieron, que casi todos siguen habitando y en el que amasaron sus fortunas. Su apuesta política por el anarcocapitalismo de Javier Milei –tímida en campaña, pero desembozada y casi unánime durante su primer año de gestión– es el reflejo de su resignación a que el país termine de desmantelar su entramado industrial, abandone sus ambiciones científico-tecnológicas, contraiga su mercado interno y se limite a proveer energía, minerales y proteína vegetal a las grandes potencias. Un proyecto que ya han abrazado en el pasado y que les puede resultar rentable en el corto y mediano plazo, pero que fija un techo a sus propios márgenes de ganancia y de acumulación de capital y poder.
Ese apoyo al reseteo mileísta trasluce al mismo tiempo la intención de esos dueños de ir a fondo en una disputa por la riqueza social que se inclinó vertiginosamente a favor de su clase, en todo Occidente, desde la pandemia. Una embestida discreta, pero decidida, fascinante y oblicua como todos sus movimientos desde que empecé a seguirlos y analizarlos, hace ya veinticinco años, mientras explotaba la convertibilidad y despuntaba el nuevo siglo. Un avance que no se podrían haber permitido en ningún momento del siglo XX, cuando la acumulación del excedente todavía dependía del consumo masivo, que traccionaba a su vez a la inversión privada, y sus intereses estaban más ligados a los de las comunidades que los rodeaban.
Esa ligazón terminó de quebrarse en la medida en que la inédita concentración de ingresos pulverizó la ilusión del ascenso social, la renta desplazó a la ganancia como motor de la acumulación y el poder real se concentró en los propietarios del capital en la nube, una mutación surgida en las últimas dos décadas. Propietarios que, además de haber logrado imponerse sobre el resto, alimentan a la ultraderecha global con infinitos recursos para expandirse. No es un capricho repentino. Tampoco la primera vez.
Aunque la élite criolla nunca consiguió construir una hegemonía duradera ni ponerse siquiera de acuerdo en un rumbo, muchos de sus exponentes creyeron apetecible el que propuso en 2015 Mauricio Macri y que logró un consenso social indiscutible.
El estrepitoso fracaso de aquel primer experimento democrático de gestión del Estado por parte del capital, sin intermediarios, y la posterior espiralización de la crisis que generó con sus marchas y contramarchas, su incompetencia y sus rencillas internas el Frente de Todos fueron aumentando el malestar popular y desembocaron en el estallido de rabia que depositó a Milei en el sillón de Rivadavia. Así como en los piquetes y barricadas de 2001 voló por el aire el bipartidismo del siglo XX, en las elecciones de 2023 estalló el precario bi-coalicionismo que orientó las preferencias electorales durante las primeras dos décadas del siglo XXI. En ese claroscuro, donde lo viejo no terminaba de morir y lo nuevo no nacía, los potentados sacaron a la criatura de la incubadora donde la habían engordado a fuerza de horas y horas de televisión.
¿Por qué ataron su suerte a la de Milei aunque meses antes de su triunfo todavía lo consideraban apenas un payaso mediático, demasiado brutal para decir cosas que muchos de ellos mismos pensaban, pero callaban? ¿Qué cambió entre el Foro Llao Llao de mediados de abril de 2023 –donde una compulsa anónima entre magnates arrojó apenas tres votos para el ultraderechista, 28 para Horacio Rodríguez Larreta y 25 para Patricia Bullrich– y la campaña para el balotaje donde todos se abroquelaron en torno a él? ¿Qué los sedujo al punto de que Eduardo Elsztain, anfitrión del foro barilochense y mayor terrateniente de la Argentina, terminó por hospedarlo gratis en otro de sus hoteles durante más de tres meses? ¿Hubo algo concreto que los convenció de su programa? ¿Fue mero antiperonismo o sintonizaron con algo novedoso en él?
Hartos
El dueño de Techint y de la quinta mayor fortuna de la Argentina en 2024, Paolo Rocca, lo dijo clarito una semana después de aquella segunda vuelta que consagró al libertariano como presidente. Frente a los ejecutivos con más de veinticinco años en el holding, a quienes invita a cenar cada fin de año para sobrevolar un negocio global que en 2023 facturó más de 40 mil millones de dólares, definió:
En la Argentina tenemos grandes oportunidades en energía, en acero y en litio. La Argentina nunca ha encontrado una senda de crecimiento sostenido para aprovechar esas oportunidades. Ahora se dio un proceso democrático, transparente, que refleja el cansancio y el hartazgo de la sociedad con una situación económica insostenible, con una degradación institucional que afecta todas las áreas del quehacer público, una hipertrofia del Estado que ha tenido injerencia en toda la estructura privada, no solo de los negocios sino también de las personas. Este hartazgo se reflejó en un cambio que es fuerte por su rechazo incluso cuando tiene gran incertidumbre a futuro.
Yo personalmente comparto la esperanza que este cambio está generando. No sabemos si tendremos la capacidad de trabajar para que esto sea una vuelta a una senda del desarrollo sostenible en el tiempo, pero sabemos que lo que había no se podía sostener. Y ese fue el mensaje que llegó de todo el país.
En este contexto tenemos que comprometer la capacidad y la fuerza del Grupo, de todos nosotros, para trabajar para que esto sea un cambio exitoso.
Pocos días más tarde, en una conferencia pública para clientes de la “T”, Rocca se fotografió sonriente con Guillermo Francos y pidió un aplauso para el flamante ministro del Interior, un antiguo referente cavallista que conoció a Milei en la Corporación América de Eduardo Eurnekian y que representó al país ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) durante casi todo el gobierno del Frente de Todos gracias a su amistad con el también cavallista Gustavo Beliz. La orden de colaborar en todo lo posible con la nueva gestión ya había sido impartida a los coroneles de Techint en la cena. ? “Como grupo tenemos que comprometernos para promover las inversiones, los apoyos a este nuevo gobierno que empieza con mucha incertidumbre, pero que también ha creado mucha esperanza y que ojalá pueda superar estos primeros meses que van a ser tremendos hasta que se pueda poner en marcha una visión y pueda superarse el profundo daño que ha sido hecho sobre la economía y las inconsistencias y distorsiones de las últimas fases de este gobierno donde se ha destruido parte importante de la economía” –los arengó.
Ese fervor por los recién asumidos acompañó al desembarco en YPF de media docena de hombres de Rocca, cuya petrolera (Tecpetrol) compite con la de mayoría estatal y logró destronarla en 2023 como la mayor productora de gas no convencional del país. Fue un temprano desaire de Milei a Mauricio Macri, que quería al frente de YPF a uno de sus incondicionales multiuso: Javier Iguacel. En su lugar fue designado Horacio Marín, hasta entonces vicepresidente de Exploración y Producción de Tecpetrol. Con él llegaron Federico Barroetaveña, gerente de Finanzas, quien viene de desempeñar ese mismo cargo en Techint Ingeniería y Construcción, Matías Farina, otro ex-Tecpetrol que quedó como vicepresidente ejecutivo de Upstream, y Gustavo Gallino, flamante vicepresidente de Infraestructura.
La misma devoción se expresó en los tres comunicados que publicó la Asociación Empresaria Argentina (AEA) en los meses siguientes al balotaje, todo un récord para el club de millonarios fundado al calor del crac de 2001 con el fin de imponer sus condiciones a la salida de la convertibilidad.
☛ Título: El país que quieren los dueños
☛ Autor: Alejandro Bercovich
☛ Editorial: Planeta
☛ Edición: mayo 2025
☛ Páginas: 280
Datos del autor
Alejandro Bercovich es un economista, periodista y presentador argentino. Actualmente conduce Pasaron cosas en Radio con Vos y La Ley de la selva, los lunes a las 23en C5N. Además, escribe para BAE y coordina la sección sobre economía de la revista Crisis.
Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires, se formó como economista en la UBA, donde luego se desempeñó como docente de macroeconomía. En 2000 comenzó a trabajar en el periodismo especializado en temas económicos.


Imagen: perfil.com


#23785565   Modificada: 25/05/2025 01:17 Cotización de la nota: $961.950
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