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11/05/2025 Perfil.com - Nota
Leer a O’Donnell en tiempos de Milei
Eduardo Fidanza
Ayuda a poner la época en su justo término. Sin depresión y sin euforia. Esto no es fascismo, sino una pesadilla.
P qué leer a los clásicos de las ciencias sociales fue una cuestión que, en vista de las limitaciones de la matemática, los sondeos de opinión y otros métodos para interpretar la sociedad, terminó revalorizándolos. En un difundido ensayo publicado en 1990, el sociólogo norteamericano Jeffrey Alexander sostuvo que debía otorgárseles a los clásicos un rango privilegiado debido a que ellos establecen criterios fundamentales en sus campos de estudio. En otros términos: seguimos aprendiendo de Weber, Marx y Durkheim, lo mismo que de autores más próximos, como Schumpeter, Gramsci, Bourdieu o Bobbio, entre otros. Una vez afianzado el capitalismo, con su base material, sus formas de gobierno y su cultura, ellos siguen siendo una guía indispensable más allá de las transformaciones. Esta reflexión le cabe a Guillermo O’Donnell, uno de los más relevantes politólogos argentinos del siglo XX, cuya obra acaba de ser recopilada en una cuidada edición por la editorial Prometeo. Los escritos de este autor giraron en torno a temas cruciales de la agenda de América Latina en las últimas décadas del siglo pasado: dictadura, democracia, modernización, legalidad, equidad distributiva. Allí puso con lucidez el foco nuestro autor, analizando y construyendo conceptos perdurables. Y no lo hizo solo con la inteligencia, sino también con pasión e irreverencia, empleando, si era el caso, el a veces insustituible lenguaje de la calle, como en aquel célebre ensayo que tituló ¿Y a mí qué mierda me importa?, donde hacía un estudio comparativo de la cultura política brasileña y argentina. Tal vez el abordaje de los clásicos recientes requiera un especial pacto de lectura, es decir, un punto de encuentro entre el que escribe y el que lee. Se nos ocurre que ese consensopuede girar en torno a la pertenencia a generaciones próximas, asumiendo que la sucesión traerá inevitablemente –y está bien que sea así– una nueva mirada sobre el mundo que condicionará la recepción del pasado. Ahí quizá resida la actualidad de la obra de un clásico: les resuena vivamente a los contemporáneos, aunque ellos no pueden recibirla de la misma manera que aquel o aquella que la concibió, porque las circunstancias históricas cambiaron. Las palabras son las mismas –por ejemplo, “democracia”–, pero el significado y la valoración atribuidas al termino serán distintas. Karl Mannheim, uno de los padres de la sociología del conocimiento, distinguió, al estudiar el problema de las generaciones, entre “posición generacional” y “conexión generacional”. La posición se deriva de la época de nacimiento y del lugar que se ocupa en la estratificación social. La conexión, en cambio, es algo más significativo: el vínculo entre personas que compartieron un destino común, con todo lo que ello implica. O’Donnell, que hoy tendría casi 90 años, formó parte de una generación donde la diferencia entre dictadura y democracia no era un tema abstracto como lo es hoy. Más allá de que él los conceptualizara, que existiera uno u otro régimen constituía una cuestión de vida o muerte para los opositores. Una conexión extraordinaria y funesta: exponían sus vidas, podían desaparecer o ser enviados al exilio. La experiencia de la dictadura, que O’Donnell investigó –desde las “catacumbas”, según su expresión– fue trágica hasta que llegó la liberación democrática. Esa época solo puede comprenderla vitalmente la generación de los que eran jóvenes en 1976 y hoy tienen 60 años o más. Para el resto, una vez que el sistema se afianzó y se naturalizó, la democracia puede ser motivo de ilusión o desilusión, de aceptación o rechazo, de interés académico o periodístico, pero nunca –y debemos celebrarlo– de vida o muerte. Sin embargo, la actualidad encierra una novedad desconcertante que expone la fractura política y cultural del país. Una parte considerable de la nueva generación, que fue determinante para empoderar a un negador del espíritu democrático del 83, les está diciendo a las generaciones anteriores: ¿Y a mí qué mierda me importa?, para expresarlo en los términos orilleros del autor que reseñamos. Se asume que el conflicto intergeneracional es natural y fructífero, pero este desacuerdo, más que un enfrentamiento lógico, suena a un punto de inflexión. Así planteado, constituye un desafío que acaso un intelectual como O’Donnell puede ayudar a responder, mitigando la desesperación de los mayores o la admonición moralista, e inútil, dirigida a los jóvenes. A O’Donnell, fallecido en 2011, quizá no le hubiera sorprendido la deriva de la democracia argentina. Cuando encaró en los últimos años de su vida las “críticas democráticas a la democracia”, estaba anticipando lo que se preservaría y lo que se pudriría en la siguiente década. La posibilidad de votar, de asociarse, de expresar las ideas e informarse libremente, quedarían en pie. Lo que se degradaría sería la capacidad de los dirigentes para sostener la autoridad. En un reportaje que concedió en 2006, describió proféticamente la enfermedad del sistema, que se desata cuando “el poder tiende a olvidar su origen y termina creyendo que es para sí mismo”. Con inspiración weberiana, O’Donnell ponía el dedo en la llaga, aunque en aquel momento la clase dirigente no lo quisiera escuchar: la autoridad que se desnaturaliza deviene en poder y privilegio. La casta, la de antes y la de ahora, ya estaba prefigurada allí, como consecuencia de una amnesia irresponsable. Según O’Donnell, las libertades y garantías de la democracia son cruciales: la diferencia entre vivir o morir para su generación. Pero no son suficientes. Dos cuestiones resultan determinantes para construir una ciudadanía democrática sólida: la igualdad ante la ley y la distribución justa de los bienes. Desigualdad e ilegalidad imposibilitan la democracia sustantiva. Años después de haber sido recuperada, el politólogo, acaso sin quererlo, astilló el sueño idealista de Alfonsín: con la democracia se come, se educa y se cura. La cuestión era muchísimo más compleja. El pesimismo de la inteligencia le fijaba los límites al optimismo de la voluntad. Leer a O’Donnell en tiempos de Milei ayuda a poner las cosas en su justo término. Sin depresión y sin euforia. Esto no es fascismo, sino una pesadilla. El resultado de la descomposición de la autoridad, que se está procesando en una democracia, por cierto, muy imperfecta. La sensación que deja la lectura, no obstante, es que la democracia sigue siendo una obra abierta que retomarán los jóvenes con nuevas herramientas y visiones. Ayer, una cuestión de vida o muerte; hoy, de euforia libertaria y duelo progresista. Lo que significa –diría tal vez O’Donnell– un módico progreso, aunque nos empecinemos en no hacer los deberes. *Sociólogo.
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#22614077 Modificada: 11/05/2025 00:48 |
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